De la Vida Real
Mi crush, un sartén de 5 kilos

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Cuando lo vi ahí, solo, esperando ser tomado, me paré frente a él. Lo miré, vi su precio, pero estaba caro. Me fui a dar una vuelta, pero él me llamaba a gritos. Yo trataba de ser objetiva y poner mis finanzas sobre mi deseo.
Pero no. El deseo, el recuerdo, las ganas de lo nuevo, siempre ganan. Lo tomé. Era demasiado pesado. En la etiqueta decía que era de hierro fundido de alta calidad. Miré su mango: era perfecto. Miré su forma redonda, y no era tan profundo. Me acordé del sartén en el que mi abuela freía las empanadas de morocho, hacía el tostado y nos preparaba pancakes de choclo.
Pero dentro de mi conciencia sabía que me estaba ganando el lado emotivo más que el racional. ¿Dónde lo voy a guardar? Si pongo este sartén en la alacena, se rompe entera. Debe pesar unos cinco kilos, pensé. En toda decisión consciente se deben analizar todos los puntos. Lo positivo y lo negativo: “Si no necesitas, no compres”, decía la voz de mi mamá en la cabeza. “Compra no más, total un sartén siempre hace falta”, me decía mi voz interior.
La duda es lo más cercano a la locura. Decidí ser coherente. Esto fue el viernes, que estábamos a fin de mes. Porque si esto me hubiera pasado hoy, comienzo de mes, la perspectiva de comprar siempre es distinta, y por lo general gana el impulso. Pero a fin de mes, debe ganar la razón. Eso pensaba mientras lo miraba. Había solo uno.
La señorita de la tienda se me acercó. Traté de ignorarla. Otra vez la voz de mi mamá: “Valen, no necesitas ese sartén”. Y ahí estaba mi voz de la rebeldía, preguntándole a la señorita:
—Señorita, disculpe. No tengo tarjeta de crédito ni efectivo. ¿Ustedes tienen crédito directo?
—Claro que sí, señora. El sartén está con el 15% de descuento sin interés y es el último que disponemos.
Y un suspiro inconsciente salió de mi alma. Me acordé que mi abuela, a su sartén —que era muy parecido a este, solo que un poco más grande— lo guardaba en el horno. Me acordé también que mi abuela a su sartén jamás lo secaba con una toalla de cocina, sino que lo volvía a poner en la hornilla. Y otro de los recuerdos que se me vino fue que ella jamás lo lavaba con lavavajillas, solo con un lustre de metal.
Los recuerdos venían desordenados, no en orden cronológico. Y volvía a dudar. Pero la palabra descuento reemplazó a los latidos de mi corazón. Sonaba así: descuento, descuento, e irrigaba mi torrente sanguíneo.
Salí de la tienda oyendo la voz interna de mi madre, otra vez. En la vida, las madres son las únicas que tienen la razón. O eso nos han hecho creer. Estaba con todo mi lado racional activado, segura de mi decisión. Y, por el vidrio —yo afuera—, esa señora delgada, de pelo negro y con ropa mal combinada, se paró frente a mi sartén. Lo miró, vio el precio, que gracias a Dios no tenía el papelito de descuento pegado. Pero vi que le llamó a la señorita. Estaban hablando frente a mi sartén, el que me había traído tantos recuerdos de mi abuela y con el que, estoy segura, construiríamos muchos más
Entré otra vez, decidida, a la tienda. Recordándome que también soy mamá y que tengo toda la razón de querer un sartén que no necesito. Pasé frente a esa señora desaliñada que estaba mirando fijamente el sartén. Lo tomé con mucha fuerza, tanto interna como externa, sin ni regresarla a ver.
Fui a la caja. Mientras esperaba en fila, sosteniendo con todo el esfuerzo del mundo el sartén, saqué el celular. Abrí el ChatGPT —soy muy mala para las matemáticas— y le pregunté: “Si un sartén cuesta USD 40 y lo difiero a 3 meses, ¿cuánto debo pagar?”. Y él me respondió: “Debes pagar 13.33 mensuales”.
Y otra vez mis dudas me atormentaron, pero no les hice caso. Me dolía el brazo por sujetar tanto peso. Todo esfuerzo vale la pena, pensé.
Entré al carro, le puse al sartén de copiloto y le pregunté:
—¿Y ahora tú y yo, ¿qué vamos a hacer? ¿Será que te necesito de verdad, o serás solo el resultado de mi impulso?
Y él sonrió. Le sentí feliz.
Llegué a mi casa. Emocionadísima le enseñé al Wilson, mi esposo, nuestro nuevo sartén. Y él me preguntó:
—Chi, ¿y las cucharas que ibas a comprar? Tenemos solo dos cucharas para el café.
Qué bruta. Tenía que comprar cucharitas, no un sartenzote. Me olvidé para qué había ido a esa tienda tan cara.