De la Vida Real
Martín
![](https://imagenes.primicias.ec/files/avatar/uploads/2024/07/01/6682e114b0186.jpeg)
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
Actualizada:
Mientras él estaba en el quirófano con las costillas abiertas y el corazón fuera de su cuerpo, dejando su vida en manos de los doctores y confiando en la ciencia, yo estaba en la casa de mi abuela, que no es religiosa, prendiendo una velita y rezando a San Judas Tadeo.
Abrí un álbum de fotos y lo vi joven, tan feliz, con su pelo afro envidiable. Cuando era chiquita lo veía tan alto que imaginaba que, si estiraba la mano, podría jugar con los aviones. En las noches, si se iba la luz, él bajaría una estrella para alumbrar su cuarto.
Lo veía y lo admiraba. Siempre hacía los peores chistes, pero todos se reían y decían: "Ay, Martín".
Me parecía un ser raro. Hacía la siesta antes del almuerzo, prendía la tele y ponía el noticiero del mediodía. Me decía: "Tápate, que nos vamos a dormir".
Destendía la cama y él no se tapaba, me pasaba la colcha a mí.
Nos dormíamos hasta que alguna voz lejana nos despertaba: "Es hora del almuerzo". Los dos íbamos bostezando, no sé si por sueño o por hambre.
Mi tío me caía bien. No era muy paciente, pero me molestaba todo el tiempo. Decía que mi nariz era su nariz, y eso me aterraba porque él tiene una nariz grande y redonda, bastante fea.
Cuando íbamos a la hacienda, él montaba a caballo con una elegancia increíble. Domaba a la bestia y se moría de las iras por mi pésimo estilo. Me decía: "No montes como costal de papas". Nunca entendí mucho sus metáforas.
Lo que sí me encantaba era oírlo hablar de plantas. Siempre traía semillas de todos lados y las plantaba en el jardín de la hacienda. Ahora que soy adulta, cuando paseo por ese enorme jardín sé que él sembró el durián traído del Asia, el achotillo de la hacienda de los vecinos. También trajo la fruta más rica que he probado, sabe a manzana con piña, y otra que tiene la piel igualita a la de una culebra.
Nunca entendí bien la lógica de vida de mi tío. Estudió leyes, pero trabaja de periodista. Odia la violencia y la sangre, pero ama la tauromaquia. A pesar de ser tan alto, no se dedicó al básquetbol, sino que jugaba fútbol, y creo que también tenis. Odia lo cursi, pero se desbordaba de cursilería al hablar de sus hijos. Ama la soledad y no conozco a nadie que tenga tantos amigos sinceros, como los tiene él.
Siempre está leyendo un libro o dos. Sabe de literatura, cine, ciencia, política, pero no es nada intelectual. Para él, la queja es lo peor, pero se queja de todo. "Ay, Martín", le decíamos en coro, y él se ríe de su amargura.
Mi tío es encantador. Oírle hablar es un deleite. Cuenta las anécdotas más chistosas que he oído, y las cuenta entrecortadas de tanto que se ríe al revivirlas.
El Martín pone la chispa de alegría en cada reunión. Debe tener un don. Ahora que soy mamá, me enerva ver cómo les molesta a mis hijos, pero ellos lo aman. Cuando llega, todos los niños de la familia salen a recibirlo felices: "¡Llegó el Martín!", gritan. Y él se da el trabajo de molestarlos uno por uno. Las mamás solo le decimos: "¡Ay, Martín!".
Mientras las velas se consumían y las plegarias a San Judas Tadeo se repetían en mi mente, pasaba las hojas del álbum familiar, acordándome de cada cosa que hace o dice el Martín. Sentía su dolor, su pecho abierto, y su corazón latiendo fuera de su cuerpo mientras los doctores cambiaban su válvula tricúspide por una mecánica. Me acuerdo de que él es mi padrino, el peor padrino que pude tener. Y vi mi sonrisa en el reflejo del vidrio. El Martín va a salir de esta. Va a preguntar por el cacao que sembró en la hacienda, comerá un plato gigante de frutas exóticas cosechadas por él, verá el noticiero y revisará la red social X una y otra vez. Querrá estar solo con sus hijos, que vinieron de lejos para acompañarlo, paseará con ellos, abrazará a su esposa y le visitará a su mamá.
En ese momento sentí miedo. Sentí que algo malo podía pasar, y lloré porque la vida sin el Martín jamás sería igual. Él baila, ríe. No canta, porque ese don no le fue otorgado, pero molesta, cuenta historias y ama a su perro, al que le puso un nombre rarísimo que solo él y su familia saben pronunciar.
"Martín, aguanta un poco más", pensé.
Sonó el celular de mi abuela, y nos dieron la noticia: su operación salió perfecta. Duró algo más de cuatro horas. Nos advirtieron que la recuperación será larga y dolorosa, pero mientras veía una foto de él en el caballo, me acordé de que es un gigante. Nada malo le podría pasar. De esto va a salir, seguro, para volver a molestar.