De la Vida Real
En la sala de espera
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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— "No te preocupes, ma, todo va a salir bien", me dijo con la voz entrecortada y lágrimas en los ojos. Él ya estaba en la camilla y puesto esa espantosa bata celeste que les ponen a los pacientes antes de entrar al quirófano.
El doctor se acercó y nos dijo: "La operación va a durar entre una hora, y una hora y media. Es una operación sin mayores riesgos. El Pacaí es joven, su recuperación será muy buena. Quédense tranquilos".
El Wilson, mi esposo, y yo, así nos quedamos: tranquilos. Tan tranquilos que nos fuimos a almorzar. Era la una de la tarde y ya empezábamos a sentir hambre. Es mejor pasar los nervios con el estómago lleno. Almorzamos pollo con papas fritas y ensalada de col. Para que la angustia no nos alcanzara, fuimos caminando. Calculamos una hora y cuarto y regresamos a toda velocidad al hospital.
No, no había noticias de nuestro hijo. Le preguntamos a una enfermera, a la recepcionista, a un médico. Nadie nos daba razón. Hasta que, a las dos horas, una enfermera llamó:
— "Familiares del paciente Jerónimo José Camacho Febres Cordero".
El Wilson y yo saltamos a ver qué nos decía:
— "Su hijo menor de edad sigue en cirugía. Estensen tranquilos". Y se fue, dejándonos con una cascada de preguntas.
Salí a fumar un tabaco, luego otro, mientras la angustia me carcomía el alma. Todavía no la mente.
Otro tabaco, y entonces la mente se volvió mi enemiga. Mis pensamientos se hicieron tan reales que podía oír al doctor decirme: "Lo siento, no pudimos hacer nada".
Ahí estaba yo, en la vereda de un hospital desconocido, llorando y entregando mi cordura a la incertidumbre. La espera seguía, y mi mente me pintaba un quirófano en caos. Me imaginaba a los doctores sin saber cómo darnos la noticia de que todo había salido mal.
Ya habían pasado tres horas desde que mi hijo entró al quirófano. Tres horas y cuatro tabacos.
Entraba y salía de la sala de espera. Necesitaba verle, estar con él, darle besos. Pero algo, una fuerza suprema, me decía que me tranquilizara, que todo estaba bien. Aunque mi mente me contaba otras historias. Cada una peor que la otra, y mi imaginación me atormentaba.
El Wilson tiene otra forma de enfrentar el estrés. Él no camina, no sale. Tampoco fuma. Él sufre en silencio, se angustia para sí mismo. Mueve la pierna muy rápido, pero él se queda quieto.
Cada vez que la puerta de la sala de recuperación se abría, yo saltaba. El Wilson veía de reojo.
Cuatro horas y veinte minutos más tarde salió el doctor.
— "Chuta, esa rodilla nos sacó la madre. ¿Sabe qué? Ha tenido más daños y lesiones de las que nos imaginamos, pero salió muy bien. El Pacaí es un campeón".
— "Doc, ¿pero está vivo? ¿No le pasó nada con la anestesia? ¿Puedo verle?", le dije, tratando de disimular mi angustia.
— "Tranquila, Valentina. Todo salió perfecto". Y se fue. Y no volvimos a saber nada de él hasta dos horas más tarde.
Mientras tanto, me quedé en la sala de espera, viviendo también la angustia de los otros pacientes. Marco esperaba que su mamá saliera de una prótesis de cadera. Sebastián esperaba que su esposa terminara una operación de la mano. Dolores y Luis esperaban noticias de su nuera, que estaba dando a luz. Todos esperábamos, y en esa espera compartida, la angustia, se hace más suave, más soportable. No son conversaciones continuas, pero son palabras sueltas, pequeñas historias de desahogo, necesarias para soportar el tik tak de un reloj silencioso.
De pronto entró caminando a emergencia una chica muy guapa. Tenía traje de doctora: ese uniforme azul con el cuello en V y bolsillos al frente.
La chica salió bravísima y gritó: "¡Yo soy paciente, no doctora!".
Una señorita de la clínica llegó a la velocidad de un rayo. El guardia, de manera firme, dijo:
— "¿Qué voy a saber si es paciente, si viene vestida de doctora?".
Los que estábamos en la sala de espera no pudimos disimular la risa. Nos miramos entre nosotros y nos reímos más y más. Una risa colectiva, imparable.
Ocho horas más tarde, desde el último beso en la frente que le di al Pacaí, lo volví a ver. Y solo me dijo: "Ma, ¿por qué te reías tanto?". Y fue la primera vez en mi vida que sentí que volvía a nacer.
— Le pregunté: "¿Qué pierna te operaron? ¿Sí fue la derecha?"
— "No, mamá. Me operaron la izquierda".
Sentí un espasmo de pánico en el alma.
Y el Pacaí se rió:
— "Ma, todo salió bien. Relájate. Yo sé que has de haber pensado que de ahí me sacaban muerto, o sin pierna".