De la Vida Real
Entre el decreto y la limpia

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Estaba viendo una película, cayó un rayo y se quemó la tele. Ese rato dije: “No, esto ya no es mala suerte. Me están pasando cosas raras, feas. Todo proceso que comienzo se traba. Últimamente solo soluciono cosas y todo empeora”.
La Yoli, mi ángel de la guarda, la verdadera madre de mis hijos, me dijo: “Niña Valen, mañana todos se me van de la casa porque voy a traerle al Padrecito de mi barrio, para que bendiga esta casa y ver si su suerte se mejora".
El maestro Wiliam, desesperado porque hasta ahora no podemos solucionar para que la EPMAPS nos venga a hacer la conexión del alcantarillado —y cada vez son más papeles, más solicitudes, y no hay manera de solucionar—, me dice: “Señito, usted se debe ir a misa de cinco el jueves”.
Y le hice caso. Me fui a la misa de cinco.
La Tato, mi amiga del alma, ya harta de que le pase contando mis tragedias, me dijo: “Valencita, tienes que hacerte una limpia. No es normal que te pase tanta cosa”. Y yo le explicaba que siento que estoy en el mar, tranquila, gozando de las olas, y viene una ola gigante que me hunde. Luego saco la cabeza, trato de orientarme… y otra ola, ahora más grande, me arrastra. Salgo del torbellino que me arrastró casi hasta el horizonte, y otra ola me vuelve a hundir. Así he pasado desde noviembre. Una mala racha inagotable.
Ella me dijo: “Yo te pago la limpia. No puedes seguir así. Conozco a una señora que es una capa”. Le llamamos, hicimos la cita… y ese día nos canceló porque su casa se inundó por las lluvias.
He llegado al punto de la resignación. Sé que cualquier cosa que haga me va a salir mal. Por una equivocación, por un error, por un rayo, porque salía elegantísima para un evento y pisé caca de perro… lo que sea. Y por el camino que vaya, algo malo va a pasar.
Y dentro de todas las desgracias que me pasan, he aprendido que es el mismo proceso siempre: primero me angustio, me da ansiedad, no duermo, siento que me voy a morir. No me quiero morir, me da más angustia, medito, amanece, sale el sol y decreto —porque he aprendido a decretar, igual no sirve de nada, pero por si acaso digo, convencida—: “Hoy va a ser el mejor día de mi vida”. Le prendo una velita a San Judas Tadeo… y el ciclo comienza.
Desesperada por romper esta mala racha, me conseguí el contacto de otra señora que hace limpias, en el sur. Esta era más barata, porque como tengo que pagar el sartén que me compré hace 15 días, no me puedo dar el gusto de gastar mucho en mi suerte.
Le llamé a Mama Rosa. Por WhatsApp me mandó su ubicación. Me dijo que me va a estar velando hasta que llegue, y que ella me recibe.
Fui. Si yo me pierdo hasta en Conocoto con Waze, ¿cómo no me iba a perder en el sur de Quito? Le llamaba desesperada a Mama Rosa, y me decía: “Mijita, busque una casa con muro anaranjado”. Nunca en mi vida había visto tantos muros anaranjados en un solo sector. Al final, llegué.
Me recibió en una casa linda. Techo de teja, paredes de ladrillo, y el piso: partes con baldosas verdes y rosadas, y otras con parqué. Me llevó a un cuarto lleno de santos, velas y fotos de gente. Me senté en una silla de madera, tapizada de terciopelo rojo. Me pidió que me saque los zapatos, me vio y dijo: “¿Quién le ha hecho tanto mal a esta bella dama?”
Mientras eso pasaba, respondía mensajes de WhatsApp: “Mamita Rosa, le pido que prenda una velita para mí, tengo audiencia”. “Mamita Rosa, prenda una velita, hoy doy a luz”. Y ella, con voz ronca, respondía a cada uno. Y yo, ahí sentada. Calculé que Mama Rosa debe tener unos 95 años.
Luego me llevó al baño. Me dijo que me sacara la ropa. Me sopló trago, me bañó con plantas mientras hacía oraciones que casi no podía oír.
Mama Rosa tenía unos zapatos de tela café a cuadros, una falda azul, una blusa rosada y un delantal estampado. Me pasó una toalla y me dejó desnuda 45 minutos, mientras ella rezaba y me pasaba unas cosas que no vi porque estaba con los ojos cerrados. Luego me abrazó fuertísimo, me pidió que me vistiera… y yo lloré como nunca antes.
Ya vestida, lista para irme, me dijo: “Le estaré velando por 31 días. Y usted no deje de sonreír, que necesito su brillo para curarle la suerte”.
Y me fui esperanzada.