De la Vida Real
El infierno invisible
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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No, no es fácil vivir con migraña. Nunca puedo planear un día, mucho menos una semana, y ni hablar de un mes. No sé cuándo llegará el dolor a inmovilizarme por completo ni cuántos días durará.
Vivir con un dolor crónico es, a veces, un infierno. Mi mamá me contó que se dio cuenta de que algo andaba mal cuando yo tenía unos tres años. Me golpeaba la cabeza, pero ella pensaba que una niña tan pequeña no podía tener ese dolor. Hasta que un día llegué llorando y le dije que sentía como si una olla hirviera en mi cabeza todo el día, y que, al moverme, el dolor era más fuerte y el vapor salía por mis ojos con muchísima presión. Ahí fue cuando se preocupó y comenzó mi peregrinaje por los médicos.
Me acuerdo que un neurólogo me puso unos cables en la cabeza y no me dejaba moverme, ni hablar, y mucho menos dormir. Lo recuerdo como un trauma: habré tenido unos cinco años. En esa época lo que más amaba era hablar, moverme y comer. Y ahí estaba, sin poder hacer nada de eso. Además, el examen tenía un nombre rarísimo, imposible de pronunciar, y duraba una eternidad.
Después de varias citas, aprendí el nombre: electroencefalograma. Los doctores no encontraron nada extraño en mi cerebro, pero yo sabía que algo tenía, algo que, tarde o temprano, iba a explotar. No querían darme medicación por ser tan chiquita, hasta que una vez le vi a mi papá tomarse una pastilla blanca y redonda que se llamada Tempra para el dolor de cabeza. Fui al cajón de medicinas de la casa y, como si estuviera cometiendo un crimen, me robé una pastilla, me la tomé, y el dolor desapareció. Ese día tenía una fiesta infantil, y fui feliz, sin esa terrible pesadez en la cabeza. Pasé hermoso. Hasta me metí a la piscina porque, cuando era chiquita, entrar al agua con dolor de cabeza era una tortura.
Otro doctor me dijo que lo que tenía era migraña y que debía aprender a vivir con ella toda la vida. Y así fue: aprendí a vivir con este tormento y, con los años, también a hacer mezclas "mágicas" de pastillas analgésicas. Nunca supe si era mejor acostarme o levantarme con dolor de cabeza, porque ambas opciones son un calvario.
En la adolescencia fue cuando más sufrí. Mis amigos hacían planes para acampar, salir de fiesta o ir de paseo y yo decía que sí, feliz, pero luego no iba porque un lado de mi cabeza me explotaba o me tomaba tantas pastillas que terminaba intoxicada. O iba, pero pasaba mal porque la migraña se apoderaba de mí. A veces el dolor era tan fuerte que vomitaba, y todos pensaban que estaba borracha, pero no. Era por el maldito dolor de cabeza. No sé por qué, pero cuando el dolor es tan intenso me provoca vómito y siento como si el corazón latiera en un lado de mi cabeza, sin parar. Tac, tac, tac, va mi corazón al cerebro, y estoy segurísima de que me voy a morir, y mis manos se amortiguan.
Cuando toman fotos con flash sé que me van a matar. Nunca salgo en las fotos de ningún lugar porque me aterra que el flash esté activado y se sincronice con la migraña, dejándome inmortalizada en el dolor.
Nadie que no sufra de esto puede entendernos. Mis hijos, cada vez que estoy con migraña, saben que deben hacer silencio, no pelear y no prender ninguna luz. También saben que, aunque diga que me voy a morir o que me va a dar un derrame cerebral, nada va a pasar. Solo hay que esperar a que las pastillas hagan efecto.
Gracias a la migraña, he pasado por todos los doctores posibles y he probado todas las terapias imaginables. Si alguien me pregunta si ya probé con cierto doctor naturópata, digo que sí. Que, si ya fui a ese neurólogo, también sí. Que, si hice terapia neural, por supuesto, más de una vez. Homeopatía, digitopuntura, hasta las barras de Access. Todo. Dejé la cebolla, el chocolate negro, el vino, el queso, y nada parece afectarme ni ayudarme. La migraña siempre prevalece.
La vida con migrañas no ha sido fácil, pero toca seguir viviendo y probando cada alternativa que me ofrecen. Y cuando no me duele la cabeza, agradezco, porque gracias a las migrañas he pasado por mundos únicos: dieta macrobiótica, volterianismo, enfoque antiinflamatorio, hatha y kundalini yoga, meditación zen, y pintura terapéutica con colores holísticos. También he ido por la medicina ancestral y los viajes psicodélicos. He probado tantas cosas y he conocido a tanta gente…incluso me han dado sangre de pichón con vino de consagrar.
La migraña es lo peor de mi vida, pero también me ha llevado por los mejores caminos de sanación sin sanarme nada, regalándome, eso sí, una infinidad de experiencias.