De la Vida Real
La adolescencia: cuando la maternidad se reinventa
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Cuando nace un niño debería venir con una advertencia que diga algo así: “Precaución, este ser algún día será adolescente”. Porque cuando la adolescencia de nuestros hijos llega, nosotras, como madres, estamos desprevenidas. Estamos preocupadas por empezar a entender nuestra vida adulta. También nos está llegando la premenopausia y con ella las ganas de volver a explorar la vida.
Vamos al gimnasio, hacemos dietas, queremos ponernos regias otra vez. Los hijos crecen y nos necesitan menos. Es una etapa de volver a la independencia como mujeres. Las guaguas se van al colegio, se visten solos, si tienen hambre en la noche se preparan algo. Si tienen deberes no necesitan de nuestra ayuda.
Parece que la vida toma un respiro, pero es una falsa alarma. Una falsa tranquilidad que nos da el destino. Porque llega la adolescencia para arrebatarnos todo lo antes establecido.
De pronto, mi hijo mayor ya no quiso que lo despertara en las mañanas. Decidió poner su despertador. De un día para otro, su pelo se convirtió en el conflicto central de su vida. No hay peluquero ni estilista que lo entienda. Y si yo opino al respecto, ¡se arman unas peleas terribles!
La comida, igual: siempre amó lo que le cocinaba y, de pronto, todo lo que come fuera de la casa es más rico que lo que yo preparo. Al principio me resentía, lloraba y pensaba que mi hijito adorado ya no me quería. Pero mi marido, el Wilson, con sabiduría me explicó que nuestro primogénito está entrando en la adolescencia y que le tenga paciencia.
Compartimos canciones, memes e información importante por chat. De un instante a otro dejó de escribirme por WhatsApp, nuestro canal oficial de comunicación, es solo Instagram, aplicación que él sabe que no uso y tengo desactivadas las notificaciones. Veo sus historias y no entiendo nada. Saca unas fotos en las que no se le ve la cara, o solo pone estrofas de canciones, o, de repente, saca fotos incomprensibles: la suela de un zapato o la punta de una hoja. Si le pido que me explique, me dice: “¿Qué te voy a explicar? Es solo una historia”. Me trata como si estuviera hablando con una neandertal. Y yo pierdo la cabeza y nos peleamos otra vez.
Luego, él viene, me da besos, me pide disculpas y nos hacemos de buenas. Y me pregunta: “¿Ma, tú le cachas a Celia Cruz? ¿Sabes por qué dice 'Azúca' en sus canciones?”. Y me hago la que no sé nada, y él me cuenta la historia y yo le oigo. Porque si digo que qué me cree, que sí sé quién es, me dice: “Tranquila, ma, no te estoy atacando”. Y otra vez la pelea, porque basta que me diga 'tranquila, ma', para que se desate mi furia interior.
Si le pregunto a mi adolescente cómo le fue, me va a responder: “Bien, como siempre”. Y si no le pregunto, me va a decir: “Ma, no te importa cómo me fue, te quería contar algo”. Respirar profundo, que siempre fue mi herramienta, ya no funciona. Ahora solo caigo ante la resignación. Y le digo: “¿Cómo te fue, mi rey?”. Y me responde: “Bien, ma. ¿Por qué siempre piensas que me va a ir mal?”.
Cuando estoy en mi máxima concentración —leyendo algo interesantísimo, cocinando algún manjar que necesita toda mi atención, escribiendo o editando algún texto en el que tengo que poner todos mis sentidos, o viendo algún documental— entra él y me empieza a contar cómo ama recibir clases de matemáticas con el nuevo profesor, o me explica la guerra en el Medio Oriente, o me repite por milésima vez la biografía de Charly García.
En ese momento dejo todo lo que estoy haciendo para oírle, solo oírle, porque si opino algo o digo algo inapropiado, ese espacio entre madre e hijo se rompe, porque soy una anticuada, porque no le entiendo, porque es más importante lo que estaba haciendo que lo que él me cuenta. Entonces, ahí aprendo a ser mamá monosílaba, y toda mi concentración se vuelca a oírle y a responderle lo mínimo posible.
Me ha costado lágrimas entender la nueva forma de comunicarme, pero ahora las cosas fluyen mejor. Siempre y cuando no entre a su cuarto ni le bote sus cosas (que muchas veces son basura, pero para él era algo importantísimo). “En esa funda que botaste anoté el nombre que debía investigar para hacer el deber”.
Ser madre de un adolescente es aprender una nueva manera de maternidad, donde los errores y los aciertos son cosa del momento. Y saber que la guerra y la paz van de la mano todos los días.