De la Vida Real
De 'La Gringa' al spa

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Todos los masajes relajantes que me he hecho en la vida han sido en la playa, con las mujeres que hacen trenzas. Disfruto de la brisa marina, del reguetón que se oye a todo volumen y de los gritos de los turistas.
Cierro los ojos y me entrego a sus manos mágicas. Ellas me bañan en aceite de coco y hacen de mí lo que se les antoja. Por lo general, me despiertan cuando tengo que pagarles. El costo va entre USD 20 a USD 25, que para mí es la mejor inversión de las vacaciones. Pierdo la noción del tiempo. Tal vez el masaje dure una hora o 10 minutos. Jamás he calculado cuánto me quedo ahí relajada.
Hay una chica a la que le dicen 'La Gringa'. Me ve caminando a lo lejos y me llama: “Niña, mi reina, venga, que le relajo”. Me acuesto sobre el pareo que llevo amarrado en mi cintura y ella, que tiene un cuerpo escultural y una piel negra de envidia, con sus manos gigantes y una delicadeza única, combate contra mi estrés. Todas las veces me dice lo mismo: “Niña, usted está más contracturada que una roca, con esto va a quedar ligerita”, y sí, quedo como una gaviota de alto vuelo.
El Wilson, mi marido, en el intercambio de regalos de la oficina, recibió una 'gif card' de 40 minutos para un masaje en un spa. Llegó a la casa emocionadísimo: “Chi, me dieron esta tarjeta que vas a amar. Tienes que llamar para hacer la reserva”. Y mi estrés empezó. “¿No puedo ir a cualquier rato?”, pregunté. “No, es con reserva. En la ciudad las cosas funcionan diferentes para los masajes”, me respondió.
¿Cómo será de reservar? Llamé y la señorita que me contestó el teléfono me dijo que tienen toda la semana llena: Reservé para el miércoles 15 de enero a las 11:30 de la mañana.
Llegué en lycra negra y un buso azul, me sentía regia. Hasta que entré a un lugar aniñadísimo en Cumbayá. Era como los spas de las películas. Todos los colores del lugar iban de blanco hueso a blanco satinado. Olía a canela con eucalipto y la música ambiental era de pájaros y cascadas.
Todas las chicas, más o menos de mi edad, que entraban, eran flaquísimas, con jeans y blusas flojas, otras con pantalones de calentador flojos y camisetas apretadas. Me sentí como un mosco desubicado, pero como no conocía a nadie, me quedé tranquila.
La chica que estaba antes que yo, súper desenvuelta, contestaba las preguntas que le hacía la recepcionista: “¿Qué aroma le gustaría para el masaje?” Y le daba las opciones. Ella respondió como si le estuvieran tomando un examen y se sabía de memoria las respuestas. “¿Qué aceite desea que se le aplique? ¿Qué instrumento quiere que utilicemos? ¿Qué música desea escuchar mientras le dan el masaje?”.
Qué nervios. Era mi turno, y para colmo, detrás de mí había otra chica del mismo tipo que la anterior, flaquísima, altísima y vestida elegantísima para ir a un spa. Tenía en su mano derecha un antifaz de Victoria's Secret, original.
Yo respondí muy segura, como si el spa fuera de mi segundo hogar, cualquier opción que me daba la recepcionista.
Entré a un cuarto que era un sueño. Tenía orquídeas, helechos, una fuente de agua hecha de piedra, un olor a refrescante, con toques mentolados. Yo pedí brisa marina, pero lo que menos olía era a brisa marina. La música que escogí era tropical, y sonaba en 3D: pajaritos, cascadas, viento y, de fondo, un río. La luz era muy bajita, casi como la luz del amanecer.
Me acosté en la camilla que estaba calientita. Cerré los ojos. Había pedido un masaje para descontracturarme. La masajista me preguntó que hace cuánto tiempo que no recibía ese masaje tan fuerte. Me dio tanta vergüenza confesarle que jamás me había hecho uno, así que le respondí muy solvente y segura: “Hace dos meses”. Qué estupidez de dolor. Se me salían las lágrimas. Me aplastaba en puntos clave de mi cuerpo que no tenía idea de que existían.
Cerré los ojos y me imaginaba acostada en la playa, oyendo reguetón, los gritos de los turistas y las manos delicadas de 'La Gringa' sobre mí. No me dormí. Fue una verdadera tortura, pese a que traté con la mente de escaparme del lugar.
Salí con los ojos hinchados por una alergia brutal a causa del aceite de canela y sándalo que escogí. Me subí al auto casi sin poder caminar, y juré por mi vida no volver a estos lugares sofisticados para un masaje relajante.
Y una de mis mejores amigas me llamó ayer: “Valen, te tengo el regalo ideal. Te compré una 'gif card' para hacernos un masaje relajante juntas. Tenemos cita este martes y es de 80 minutos”.
¡Ya me fregué!