De la Vida Real
Quito cantó con Fonseca
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Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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—Valen, ¿qué haces? —Nada, ¿por? —Te voy a mandar un Uber para que subas y nos vayamos al concierto de Fonseca. —Bueno, pero primero vamos a comer tripa mishqui —le respondí.
Estaba un poco asustada porque, según yo, no me sabía ninguna canción de Fonseca. E ir a un concierto y no cantar es lo más aburrido que puede haber. Pero, para mi sorpresa, me sabía casi todas las canciones. Es raro cómo música se queda en la memoria sin darnos cuenta, como si siempre hubiera estado ahí.
El Coliseo General Rumiñahui, la noche del 1 de febrero, fue una fiesta total con la energía brutal de Fonseca y su Tropicalia Tour. Desde que se apagaron las luces, todo fue baile y canto. La escenografía me encantó porque te transportaba directo a la playa: luces de todos los colores moviéndose al ritmo de la música y un sonido que hacía vibrar hasta el suelo. Literal.
Al principio, el sonido estuvo fatal, todo descontrolado y muy fuerte. Luego lo arreglaron, pero las dos o tres primeras canciones fueron un caos. Sentía que el sonido me atravesaba el cuerpo de una forma estruendosa. Pero cuando lo solucionaron, el concierto se oyó mucho mejor y pude enfocarme en disfrutar.
La escenografía fue preciosa. En algunas canciones aparecieron fotos en blanco y negro, combinadas con luces de colores en formas de plantas tropicales. Ese contraste entre la nostalgia de las imágenes y la alegría de los colores hacía que el escenario cobrara vida.
El encanto de ir a un concierto está en el público. La Tato, mi mejor amiga, y yo compartíamos un mismo miedo: que alguien notara el olor a tripa mishqui y nos tocara explicar. Por suerte, solo nos topamos con un amigo en común y lo saludamos de lejos, sin darle chance de acercarse demasiado, porque sí apestábamos.
El coliseo estaba a reventar, sin un solo asiento vacío. Bajo nuestra grada, una chica rubia llegó sola. No se sentó ni un instante, bailó, cantó y subió más de 300 historias a sus redes. De vez en cuando, sacaba una caminera que, no sé cómo, logró meter, porque en la entrada nos revisaron hasta el alma. ¿Cómo lo habrá hecho? No tengo idea. Solo verla disfrutar me hizo feliz. Era la prueba de que la música conecta a la gente, sin importar si estás solo o acompañado.
Durante todo el concierto, la gente no se quedó quieta ni un segundo. Doce músicos en escena hicieron que todo sonara increíble, mientras Fonseca soltaba canción tras canción. 'Te Mando Flores' y 'Arroyito' fueron los momentos de karaoke masivo, pero las nuevas como 'Si Tú Me Quieres' y 'Canto a la Vida' también pusieron a todo el coliseo a corear. Las emociones iban y venían, creando una atmósfera cargada de energía.
Descubrí que Fonseca ha estado en nuestra vida sin darnos cuenta. Hasta ese día, no me consideraba su fan. Ahora sí. Su mezcla de vallenato, cumbia y pop fue un sube y baja de emociones: un rato bailando, otro cantando con el alma. Su energía me impresionó. No paró ni un minuto e interactuó con el público como si todos fuéramos sus panas.
Nos contó que la primera vez que salió de Colombia de gira fue a Quito, a un bar donde lo recibieron con los brazos abiertos. Desde entonces, Ecuador tiene un lugar especial en su corazón. Y eso se notaba en cada palabra y en cada canción que interpretaba.
Al final, nadie quería que terminara. Pero, tras casi dos horas de magia, Fonseca se despidió y no volvió. Aunque gritamos: “¡Otra, otra, otra!”, creo que no fue por antipático, sino porque ya no le quedó repertorio. Cantó todas y más.
Uno de los momentos que más me gustó fue en la canción, 'Si Tú Me Quieres'. En las pantallas gigantes aparecían Juan Luis Guerra en blanco y negro mientras Fonseca cantaba con el corazón abierto. Un montaje impecable, una pieza llena de talento y emoción. La producción se lució, creando una verdadera obra de arte visual y sonora. Cada rincón del escenario tenía algo que atrapaba la mirada y conmovía el alma.
Salimos felices y con la garganta apagada de tanto cantar. Al salir, la Tato me preguntó: —¿Será de ir por unos hot dogs? —De una, vamos —le dije.
Y la adolescencia extinguida, una vez más, se apoderó del presente. Caminamos seguras hasta llegar a los hot dogs, cantando a Fonseca y prolongando un poco más la magia de esa noche improvisada y espontánea.