De la Vida Real
Árboles por arriba. Árboles por abajo
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Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Tun, suena el rato que me estoy quedando dormida. Pum, suena a medianoche. Tac, suena de madrugada. Distingo entre sueños si lo que cayó al techo es un aguacate, una guaba o una semilla de jacarandá.
Agradezco profundamente que, por cosas del destino, heredé la casita de campo de mi abuela. Una casita hermosa, de tejas y ladrillos. Lo que el destino jamás me alertó es que, en esta casita hecha para una persona, con el tiempo habitaríamos cinco, y que hay problemas que se tienen que solucionar a diario.
La primera vez que conviví con maestros fue al mes de casada. Con el Wilson, mi marido, decidimos cambiar el techo. Los aguacates y las guabas habían acabado con las tejas. Tenía más de ocho maestros trabajando en la casa. El maestro mayor me pidió agua y le pasé, en el charol de bronce de mi abuela, vasos y una jarra de limonada.
— Señito, Dios le pague, pero necesito agua para mojar las tejas que van con cemento.
¡Me sentí tan inexperta en el mundo de la construcción!
Desde ese día, los maestros han sido parte de nuestra vida.
Al año de casados nació nuestro primer hijo y con él vino la primera ampliación de la casa. Lo que jamás nos imaginamos es que los árboles no dan solo problemas aéreos, sino también subterráneos. Descubrimos que las tuberías de agua potable estaban llenas de raíces y había muchas fugas internas, sobre todo, en la cocina.
Picaron el piso y cambiaron las baldosas. El maestro me preguntó si no sentía que el agua salía con poca presión. Le dijimos que casi no teníamos agua.
Picaron y nos impusieron, los maestros, cambiar y sacar todas las tuberías de cobre, poner unas de plástico y llevarlas por fuera.
Pasaron los años, siempre con un maestro que solucione algo. Hasta que llegó la pandemia y decidimos ampliar la casa. Sacamos un préstamo y compramos una casa prefabricada de caña guadúa. Rompimos una pared y la adosamos a nuestra casita. Así tendríamos más espacio. Y con la amplitud llegaron las inundaciones a nuestras vidas.
No sé qué pasó, pero con cada lluvia el agua se metía y arrasaba con todo. A tal punto que hicimos un equipo increíble con mis hijos: uno sacaba de la sala el agua con baldes, el otro sacaba las hojas del patio, la otra secaba con toallas lo que más podía, y el desfogue del agua no cedía. No sé cómo no nos salieron escamas como a los pescados, porque pasamos tres años con el agua hasta el cuello.
Hasta que un maestro vino y nos dijo que las cajas de revisión de la casa estaban colapsadas. Nos dio todo un reporte técnico. Nos dijo que había raíces taponando las tuberías de cemento, que la tubería de plástico estaba rota y que las aguas servidas se estaban filtrando. El panorama que nos pintó fue aterrador.
— Señito, no puedo hacer nada. Tienen que llamar a la empresa de agua potable, nos dijo.
Y el Tun del jacarandá aplastó mi corazón. Pum, del aguacate, mi cabeza. Tac, de la guaba, mi alma.
Con los maestros he aprendido a lidiar, he confiado en ellos ciegamente. Pero entrar a una empresa pública sentía que era algo de otro nivel de gestión. Traté de convencerle de mil maneras al maestro para que nosotros arregláramos sin tener que llamar a la EPMAPS.
— Señito, ¿qué hago yo arreglando sus cajas de revisión de adentro si no hay salida al alcantarillado? Y no hay caja de revisión afuera. Llámeles a ellos. Ellos saben encontrar las cosas.
Era la primera vez que entendía el verdadero funcionamiento de las cajas de revisión. Yo pensaba que botaba el agua y se iba. ¿Cómo iba a pensar más allá? Dentro de mi ignorancia, me enteré que todas las aguas servidas se van al río más cercano. En mi caso, debe ser el río San Pedro.
La EPMAPS llegó a mi vida entre solicitudes, permisos, técnicos y supervisores. El miedo que sentí al enfrentarme a la empresa pública fue más grande en mi cabeza que en la realidad, porque es una empresa en la que todos son muy alhajas y atentos. Todavía no vienen a conectar el tubo que une mi casa con la alcantarilla, pero sé que lo harán pronto, según la orden de trabajo que me toque.
A veces, vivir en una casa rodeada de árboles nos llena de problemas. Pero luego los problemas pasan, y la vida con aguacates, guabas y jacarandás queda. Lo que sí tuvimos que botar fueron dos capulíes y un árbol de guayaba que sembró mi abuela. Hay que aprender a vivir entre la naturaleza y la civilización. ¡Y rogar que nuestra casa no se vuelva a inundar!