De la Vida Real
Del bullying al gimnasio

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Había oído casos de niños a los que les hacían bullying. Sabía cómo sufren los niños y las familias. Sabía también que los colegios tienen protocolos para estos incidentes, pero como mamá estaba poco o nada preparada sobre el tema… hasta que lo viví con mi hijo Rodrigo.
Empecé a ver señales confusas que, con el tiempo, se aclararon. El Rodri amaba ir al colegio y su pasión era quedarse en la escuela de fútbol. De repente nos decía que se sentía mal, que ese día quería faltar a clases. Nos pidió varias veces que le saquemos de extracurricular, que ya no le gustaba más quedarse hasta tarde.
Hablábamos con él, le pedíamos que nos explicara un poco más. Él nos contó que no se siente cómodo, que no le gusta, que le molestan mucho. Y llegaron las preguntas: ¿quién te molesta? ¿qué te dicen? ¿son varios niños o solo uno? Y él nos dijo que es uno de sus compañeros, uno de los nuevos. Pero que no nos va a decir el nombre porque no quiere meterse en problemas.
—¿En qué problema te vas a meter? —le preguntamos.
—Es que, entiendan… este niño me dice que soy gay, me pega, me patea en el fútbol, incluso cuando yo no tengo la pelota. Y hace todo esto cuando ninguno de los profesores lo ve —nos decía indignado, con lágrimas en los ojos.
—Me da vergüenza —nos respondió un día.
—¿Qué te da vergüenza? —le preguntamos.
—Que todos sepan que no me puedo defender, porque le tengo miedo. Él me da miedo —nos respondió.
Fuimos a hablar al colegio. Ellos activaron protocolos. Estaban al tanto de lo que pasaba y nosotros, como padres, nos preparamos para darle fortaleza al Rodri. Decidimos actuar como equipo, junto a sus hermanos, para que él no se sintiera solo. Llegamos al acuerdo de que el Rodri nos iba a contar todos los días lo que ese niño le hizo, y nosotros reportaríamos al colegio.
“Ma, hay ratos que siento que este niño es como un mosco. Por más que le digo que pare, él siempre está sobre mí”. Y sentí su angustia, vi su impotencia. Podía ver su malestar tratando de espantar al mosco, y éste, con su zumbido y sus picaduras, no se iba. Seguía ahí. Y no había insecticida que solucionara el problema.
Un día regresó el Rodri y, al entrar a la casa, botó la mochila, lloró mucho y dijo que ya no puede con todo esto. Ese día, el profesor me contó que el Rodri le había gritado, que casi le pega a este compañero y que tuvo que intervenir el inspector.
—Ustedes me dicen que me defienda, y cuando quiero defenderme no me dejan. ¡Es lo más injusto del mundo! —gritó desde su cuarto, con la puerta cerrada.
Esa tarde, el Pacaí, mi hijo mayor, y yo nos íbamos al gimnasio, y le propuse al Rodri ir con nosotros. El entrenador nos explicó que un niño de 10 años no puede hacer pesas, pero que le iban a dar 45 minutos de funcional. Vi su sonrisa. Estaba feliz, ansioso por empezar.
Le tocó una entrenadora que se llamaba Fernanda. Mientras yo trataba de alzar 10 kilos en la máquina de piernas, oía cómo la Fer le decía:
—Rodri, tú puedes. Dame 15 más. Dale, saca pecho. Eres muy coordinado. Sigue, campeón. Veinticinco sentadillas y terminas. Luego vamos a hacer soga. ¡Eres admirable, Rodri! ¡Qué resistencia tienes!
El viernes le tocó otro entrenador, un joven que se llama Fernando. Este le decía:
—Mi brother, tienes que poner más pique. Dale, tú puedes, 18 vueltas al cono. ¡Eres grande, Rodri! Vamos juntos, hagamos un minuto de plancha.
Y así seguimos. Tres días a la semana vamos los tres, cada uno a su espacio, y el Rodri es quien nos dice:
—Ya, alístense, que tenemos que ir al gym.
Al llegar al gimnasio, pregunta con quién va a entrenar. Hace calentamiento, suda y se esfuerza como nadie.
—Ma, ¿sabes por qué amo ir al gym? Por oír a los entrenadores decir lo bueno que soy, lo capaz que soy, cómo me exigen y no me dejan parar. Me dan ánimo. Tanto que en clases hasta me olvido que este niño me molesta. Y me repito en la mente: “Dale, Rodri, no pierdas el control. Este niño no vale nada. Tú puedes más. No dejes que sus palabras te afecten. Me siento como mi propio entrenador”.
Y, ma, cuando él me patea tengo fuerzas para patearle más duro. Cuando me quita el balón, corro tras él para quitárselo. Ya no me dejo. Él ya no me asusta. Aunque siempre está como mosco, molestando, yo puedo contra él. Y ya no quiero faltar al colegio porque mis otros compañeros me apoyan también”.