De la Vida Real
Alausí: El pueblo que espera
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Con mi marido y mis hijos llegamos a Alausí cuando el sol comenzaba a esconderse, a eso de las seis de la tarde. La feria estaba por terminar y la gente recogía sus productos. En grandes camiones algunos cargaban armarios, sillas y mesas de madera de pino. Otros vendían ropa, comida y todo tipo de cosas: desde zapatos hasta canastas llenas de legumbres y panes.
La gente se apuraba, queriendo vender lo último antes de levantar sus puestos. Lo más hermoso fue oír más quichua que español. Me sentí como una extranjera en mi propio país. Nos tomamos algunas fotos y salimos a buscar un restaurante para comer porque hasta esa hora no habíamos almorzado.
Alausí tiene algo mágico. Al caminar por las calles nos topamos con el tren dormido, mientras todos a su alrededor hacían bulla, como queriendo despertarlo. Nos contaron que antes el tren era la gran atracción, pero ahora está abandonado. Las autoridades prometen ponerlo en marcha, pero son solo palabras, nos decían.
Cenamos caldo de gallina, medio cuy cada uno y papas con salsa de maní. La señora del restaurante nos sugirió un hotel: "Es el mejor de la zona", nos dijo. Y así fuimos a una casa colonial divina, con un tren dibujado en las paredes y, en la recepción, un tren de madera del tamaño de una mesa familiar.
"¿Desde hace cuánto no funciona el tren?", le pregunté a don Marco, el encargado del hotel. "Desde hace muchos años", nos respondió. "Lo que fue nuestro mayor orgullo, ahora está abandonado. De vez en cuando llegan familias como ustedes, pero se van rápido. El atractivo era el tren, aunque se puede llegar en auto a la Nariz del Diablo en unas dos horas. Está de que vayan. Es hermoso", nos dijo Marco. Pero nuestro destino final era el desierto de Palmira.
Alausí espera a su tren, un tren que duerme profundamente. Las rieles pasan por todo el pueblo, un lugar mágico rodeado de montañas e historia. Hace dos años vivieron una de las tragedias más grandes: un aluvión cubrió Alausí. Hubo muerte y personas desaparecidas.
"Estuvimos jodidos", nos dijo Rosa, la señora que vendía helados de fruta hechos ese día. "Los días de feria aprovecho para comprar mora, taxo, guanábana fresquita", agregó. Le preguntamos qué pasó después del aluvión. "Nos despejaron una vía, pero la principal sigue sin estar habilitada".
"Todo el tiempo en que necesitamos ayuda estuvieron aquí, nos ayudaron, pero luego otra vez se van y nos olvidan. Así son los políticos: cuando quieren el voto, vienen. Cuando la tierra se cae, vienen, si no, ni se acuerdan de nosotros".
En Alausí, la gente espera. Espera que el tren vuelva a llevar gente, espera que la carretera funcione con normalidad, espera que las autoridades se acuerden de ellos. Pero mientras esperan, son felices.
En un lugar donde la neblina baja al amanecer y el sol se esconde al anochecer, es fácil sentir paz. La gente saluda, sonríe, y las casas tienen puertas de madera, sin muros ni rejas. Nos dijeron que ahí nadie roba, que caminemos tranquilos. Y así lo hicimos: caminamos y tomamos fotos hasta las diez de la noche, y todos nos saludaban como si fuéramos vecinos de siempre.
Alausí tiene magia, encanto. Es un pueblo pintoresco, con arquitectura colonial, que espera con ansias que vuelva a oírse el pitido del tren y, con él, la actividad regrese al pueblo. Amanecer ahí, respirar aire puro y no escuchar más que el silencio fue el mejor regalo del verano.
Desayunamos jugo de mora y guanábana, sándwich de huevo frito y café pasado. Todo eso por tres dólares. Luego, hicimos maletas y nos fuimos al desierto de Palmira. Montamos a caballo, nos deslizamos por las dunas en una tabla y paseamos en un vehículo que como carrocería solo tenía tubos.
El desierto de Palmira es una aventura donde la felicidad se mezcla con el viento. Todo se revuelve: el pelo, la alegría, el idioma entre español y quichua. Los precios varían según la pinta del visitante. Pero cualquier esfuerzo vale la pena por el simple hecho de transitar por ese pedazo luz y arena.
Hoy, con la locura del regreso a clases, ellos se quedaron allá, tranquilos, viviendo a su ritmo, esperando que la locomotora suene, que las rieles funcionen, que la gente llegue.
Yo, por mi parte, me tatué en el alma la palabra Alausí, con colores brillantes, y de fondo me dibujé el desierto de Palmira: dos lugares donde la gente que llega triste se va feliz.