La infinita torpeza del servilismo político
Periodista, escritor, miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, miembro de la Comisión Nacional Anticorrupción.
Actualizada:
Hay varios modos de servilismo: la obediencia ciega, la falta de criterio, el oportunismo. La torpeza del servilismo político ha dejado huellas profundas en la historia, vestigios de caídas peligrosas. Sus protagonistas, carentes de visión estratégica, amplifican las arbitrariedades del poder y provocan desaciertos que desatan crisis económicas, trastornos sociales, bochornos y conflictos internacionales.
El servilismo de la corte borbónica desconectó a Luis XVI de la realidad popular, y la frivolidad de su esposa María Antonieta de la casa de Habsburgo enfureció al pueblo y se desencadenó la Revolución Francesa. El Tercer Reich es un ejemplo extremo de servilismo político, llevado al genocidio, al paroxismo de la crueldad y a una autodestrucción dramática. En España, la excesiva sumisión de tecnócratas y burócratas a las políticas de Franco impidió la modernización del país durante décadas. Ni qué decir sobre la experiencia de Fujimori con Montesinos en Perú.
En nuestro agobiado país, hubo un gobernante poco ilustrado —y, por tanto, ausente, como muchos otros mandatarios, de la comprensión básica del Derecho Público y de la Teoría General del Estado— que cayó aparatosamente porque algún asesor servil le sugirió destituir a la Corte Suprema de Justicia mediante decreto presidencial, y tuvo el desacierto de hacerlo pese a estar en un régimen legítimo.
Un subordinado servil, --llamado ‘esbirro’ en el contexto de nuestra cultura política y social-- es quien se somete enteramente al mandato de una figura de poder o de un superior jerárquico. En el manejo del Estado —lo hemos visto, y lo estamos viendo—, el esbirro es un ejecutor dócil al servicio del poder o del líder que cumple órdenes sin cuestionarlas. Su compromiso no es con la justicia ni con el bien común ni con el servicio público, sino con el usufructo de los beneficios y privilegios que el poder le concede en recompensa.
No hace falta mencionar nombres ni circunstancias, porque el lector sabe que la torpeza del servilismo político —ese inveterado vicio del oportunismo—, tiene, en nuestro medio, nombres y apellidos. También conoce cómo esa obediencia ciega, que arrastra a las rémoras del poder, [rémora: persona o cosa que retrasa, dificulta, detiene algo], devora nuestra República.
El deplorable desempeño de ciertos asambleístas, ministros, ministras, jueces, así como el de otras “autoridades”, asesores e incluso candidatos, se reduce a una alarmante pero nociva pasividad: no piensan; solo aplauden, cumplen órdenes o interpretan los deseos y caprichos de sus jefes. Pero hay tiempos oscuros en los que los esbirros no solo eligen, sino que, al apoderarse de ministerios e instituciones —y por grosera incompetencia de los titulares— terminan por gobernar el país, erosionando la legitimidad de los valores democráticos.
El poder no es un objeto estático, sino una relación viva entre gobernante y gobernado que se ve obstruida cuando el servilismo destruye la autonomía crítica del gobernante, y anula su capacidad de recibir información honesta y necesaria sobre la realidad social, lo que altera la objetividad de sus decisiones.
En resumen, un gobierno o liderazgo rodeado de serviles que convierten su trabajo en un instrumento de sumisión y anulan el verdadero interés público en favor de lealtades ciegas, no merece formar parte de la historia que aún está por escribirse: un lienzo en blanco que debe ser llenado por mentes distintas, capaces de entender que el poder no se define por quien lo ostenta, sino por cómo se ejerce y junto a quién se construye. Michel Foucault, en Microfísica del Poder, señala un principio clave: "El poder no se posee, se ejerce".