¿Error de juicio o cinismo brutal?

Periodista, escritor, miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, miembro de la Comisión Nacional Anticorrupción.
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Reconocer a Nicolás Maduro como presidente legítimo no es una opinión: es un postulado de campaña electoral. Y en Ecuador, ese gesto dice más de lo que parece.
Mientras una candidata lo menciona con naturalidad como referente legítimo, la política ecuatoriana cruza una línea peligrosa, que separa error, de descaro absoluto.
Esa línea fue cruzada el domingo en un debate entre dos perversos párvulos y pasado en una cronología de un cinismo recién entrenado. Con lengua filosa, agresiva, llena de maldad, la candidata Luisa González afirmó —con un “sí” rotundo— que, de llegar a Carondelet, reconocerá a Maduro como presidente legítimo de Venezuela.
No fue un exabrupto. La declaración ocurrió en un momento de supervivencia, cuando el país esperaba respuestas excepcionales frente a la abominable inseguridad que lo azota. Un país sitiado por mafias transnacionales y convertido en campo de batalla de economías criminales sin límites ni escrúpulos. Se esperaba el anuncio de soluciones ante las bombas de tiempo que son el desempleo, el colapso fiscal, el éxodo de jóvenes y la crisis agónica de una nación que se tambalea en su mismo existir.
Pareciendo una anécdota, fue en realidad una confesión personal y política. Porque Maduro no es solo un tirano: es el símbolo vivo del colapso democrático regional. Reconocerlo equivale a avalar un régimen que persigue, encarcela, tortura y asesina; que manipula elecciones, aniquila la división de poderes y fuerza a millones de venezolanos al exilio por hambre, miedo o desesperanza. Y más aún: el régimen de Maduro no es solo autoritario, es criminal. Sus vínculos con el narcotráfico, el terrorismo internacional y el crimen organizado están ampliamente demostrados.
Hablar de “soberanía” mientras se rinde pleitesía a ese modelo no es solamente incoherente, sino de incoherencia absoluta; es una estafa del discurso. Un fraude a la confianza pública. Un impudor deliberado que no tiene cabida en un Estado de Derecho. Por eso, cuando alguien que tiene a Maduro como referente aspira a gobernar el Ecuador, la pregunta ya no es “¿por quién vamos a votar?”, sino: “¿por qué seguimos llamando democracia a este juego cínico donde moral y sentido común colapsan?”
Hablar de “democracia republicana”, de “libertades, de “derechos humanos” mientras se reconoce a Maduro no es una contradicción: es una afrenta. Una afrenta a la moral, al sentido común, a la mínima ilustración, y al respeto que merecen los ciudadanos decentes, que —pese a tanto infortunio— siguen siendo mayoría en este país y en cualquier lugar civilizado. Entonces, si el aplauso a Maduro ya no genera escándalo, es porque estamos peligrosamente cerca del punto de no retorno.
Así, el balotaje corre el riesgo de convertirse en una liturgia laica vacía de principios, mientras el narcotráfico reparte cuotas de poder en el Estado ecuatoriano desde Venezuela, y la corrupción garantiza impunidad, también desde allá.
En resumen, cuando el cinismo deja de ser un vicio privado y se convierte en herramienta central de la política, lo que está en juego no es solo quién ganará el poder, sino cuánto cinismo estamos dispuestos a normalizar para que lo gane el peor. O cuánto pundonor nos queda para evitarlo.