¿Qué pasa con el Estado de Derecho?
Periodista, escritor, miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, miembro de la Comisión Nacional Anticorrupción.
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“Escribe al ángel de la iglesia de Laodisea: ¡Deja tu tibieza! Esto dice el Amén, el testigo fiel y verdadero, el que está en el origen de las cosas creadas por Dios. -Conozco tus obras y no eres frío. ni caliente… Pero eres solo tibio; ni caliente ni frío, por eso voy a vomitarte de mi boca”. (Apocalipsis, 3 14,15,16.) El libro del Apocalipsis es el último de la Biblia. Anuncia males, pide conversión, volver a Jesucristo. Laodicea, actual Turquía, era una ciudad rica, célebre por sus fuentes termales, su escuela médica para curar los ojos y sus telares. La comunidad cristiana establecida allí no era, precisamente, un modelo de respuesta al Evangelio. El obispo era el ángel Guardián de ella.
Para nosotros aquella iglesia es el Estado de Derechos. El anticonstitucional melodrama entre Noboa y Abad, falto de cordura y seso, nos lleva a concluir que vivimos en un caos jurídico y ético tenebroso, en el cual todo puede suceder.
No tenemos un Estado de Derecho y, casi, ni siquiera un Estado. La Constitución 2008 y el régimen jurídico derivado de ella son metrallas de uso arbitrario: diseñadas para poner la mira y disparar según las coyunturas personales, políticas e incluso, mafiosas. El rigor académico y profesional de los especialistas deviene inútil. La justicia voló a la patria de Trump.
Con el trastorno constitucional y jurídico desatado por un tropicalismo enfermo e inmoral inspirado en las frustraciones del chavismo pro-Irán, las FARC, el narcotráfico internacional, y envuelto en proclamas incendiarias de viejas consigna, Ecuador cayó en un caos deliberado de su legalidad y sustituyó el esencial concepto de Derecho por el de “derechos”. Verdaderos radares incendiarios contra la Ley. En este antisistema, las normas legales se presentan con malicia, de manera intencionada, confusas, inestables, contradictorias. Cada cual interpreta su “derecho” a ser honesto, prevaricador, criminal corrupto, o ladrón al poner la Ley a su servicio.
La demolición del Derecho en favor de “crear derechos” ha llevado al país hacia una existencia anómica, “sin Dios ni Ley”. La estructura orgánica del Estado es apenas una fachada que encubre un vacío de autoridad y legalidad. Salir de estos tiempos oscuros, en los que se nos señala como una sociedad enferma, exige el desmantelamiento completo de este régimen jurídico y político aberrante, comenzando con el cambio de Constitución: una destrucción creadora, necesaria e impostergable. Pero…
¿Tiene sentido político convocar una Asamblea Constituyente en un narcoestado?
Convocar una Asamblea Constituyente en un Estado con instituciones clave infiltradas por poderes ilícitos plantea un dilema complejo y paradójico.
Si el poder de facto —más fuerte y capacitado que el poder legítimo—, está en manos de organizaciones criminales internacionales y estructuras corruptas nacionales, una Asamblea Constituyente podría volverse contraproducente. En lugar de un mecanismo de transformación, podría convertirse en un riesgo inconmensurable, dado que ese poder de facto —que explota y capitaliza electoralmente la ignorancia populista— controlaría el proceso mediante instituciones y diputados constituyentes afines. El resultado sería una nueva Constitución que, lejos de corregir el rumbo, protegería aún más sus intereses, como ya ocurrió en 2007 y 2008, cuando estos monstruos eran apenas huevitos de alacrán.
Hay que explorar otro camino más certero e inteligente para salir de esta posverdad política, moral y jurídica en la que sucumbe nuestra realidad: un escenario donde el mal puro avanza incontenible, banalizado por algunos, justificado y hasta aplaudido por otros.