El ser humano no es un producto acabado, sino un borrador en constante reescritura

Periodista, escritor, miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, miembro de la Comisión Nacional Anticorrupción.
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Cuando vemos que Donald Trump impulsa un revisionismo estratégico que altera el orden establecido tras la Segunda Guerra Mundial, es inevitable revisar la historia y constatar que ninguna potencia actúa solo por principios: siempre hay en juego intereses económicos, estratégicos y de poder. La historia nos recuerda que las alianzas cambian, los reinos caen y los vencedores de hoy pueden ser los derrotados de mañana. Se debe observar y analizar cada proceso sin apresurarse a sacar conclusiones antes de comprender lo que el nuevo caos implique.
Lo que hoy sucede con EE. UU., Rusia y Ucrania ha ocurrido siempre, aunque en otros escenarios y con distintos actores. Así, el líder alemán Otto von Bismarck convocó a las potencias europeas a Berlín para una conferencia en la que se formalizó el reparto del continente africano sin la presencia de ningún representante de África, (invierno de 1884-1885). Lo mismo, a espaldas de los pueblos implicados, Churchill, Stalin y F D. Roosevelt decidieron el destino de la Europa de posguerra, establecieron la división de Alemania y diseñaron la arquitectura política que condujo a la partición del continente durante la Guerra Fría. (Conferencia de Yalta, 4 a 11 de febrero de 1945)
Para algunos, Trump no solo piensa fuera del marco de referencia común, sino lo hace sin marco alguno: desecha la verdad y las normas que en el pasado guiaron a la Primera Democracia del mundo. Rompe con un orden geopolítico imperfecto, aunque haya evitado conflictos globales de gran escala. Su enfoque "América First" genera tensiones comerciales —como la guerra de aranceles— con antiguos aliados como México, Canadá y la Unión Europea. Debilita las instituciones multilaterales.
Para otros, encabeza el cambio que la humanidad espera: un reacomodo internacional necesario para impedir que los Estados democráticos sigan gobernados y explotados moral y económicamente, a escalas impredecibles, por corporaciones multinacionales guiadas por ideologías globalistas y progresistas. Sus políticas desafían el entramado dominante de las instituciones internacionales (ONU, OTAN, FMI, OMC, OMS, etc.). Según sus críticos, tales ferocidades favorecen a ciertas élites del sistema en detrimento de las naciones del mundo.
La explosiva discusión televisada del viernes anterior en la Oficina Oval de la Casa Blanca, entre los presidentes de EE. UU. y Ucrania, puso en evidencia que, más allá de las tensiones personales y diplomáticas, emerge una cruda frontalidad en el enfoque geopolítico y económico que hasta ahora sostenía Washington. La guerra se plantea, de manera pragmática, como un negocio: se ofrece paz y seguridad a cambio de la explotación de recursos naturales.
Así, irrumpe una postura que trasciende la retórica y apuesta abiertamente por el control de materias primas estratégicas: la riqueza de Ucrania en “tierras raras”: 17 elementos químicos indispensables para la fabricación de productos esenciales en la revolución tecnológica actual. En este sector, EE. UU. es deficitario frente a China, que domina el 60% de la producción y el 85% del refinamiento mundial. Se entiende, entonces, la maniobra.
“¿Y la clase media? Bueno, está contenta de que alguien finalmente lo haya dicho” (Avi Das, editor adjunto de noticias de Bennett Coleman and Co Ltd, editores de The Times of India).
La oposición grandeza-miseria define la naturaleza del ser humano. Ese deseo de orden que engendra la fascinación por el caos, y esa sed de progreso que conduce a la autodestrucción apuntan probablemente a que el final de la humanidad no llegue por un cataclismo externo, sino por el peso de su propia contradicción.