El Chef de la Política
Mi familia, mi gobierno
Politólogo, profesor de la Universidad San Francisco de Quito, analista político y Director de la Asociación Ecuatoriana de Ciencia Política (Aecip)
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Desde el retorno a la democracia, buena parte de nuestros presidentes han entregado la gestión de gobierno a su familia. En la lista hay hijos, tíos, hermanos, primos, cuñados. Madres o padres también, desde luego. En fin, la sangre chuta. Si en alguien hay que cobijarse, pedir consejo o requerir pistas para tomar decisiones clave, esos son los agnados y cognados.
En ocasiones, la sagrada familia también sirve para el atraco y la corrupción. Siempre es mejor que el ejecutor de las trafasías sea alguien cercano, alguien con tacto para el lleve. En otras palabras, alguien que robe bien, como diría una lumbrera de la anterior Asamblea Nacional.
Además, para tratar los delicados temas del enriquecimiento ilícito es mejor tener a alguien de confianza y que sepa distribuir la plata mal habida de forma ecuánime y respetando las jerarquías.
Los presidentes que no han seguido el patrón descrito son la excepción. Por ello, a nadie con un conocimiento básico de la historia reciente le tendría que sorprender que esto siga ocurriendo. Lo dicho no significa, en modo alguno, que ese tipo de forma de estructurar el gobierno sea lo deseable.
Simplemente se trata de poner las cosas en contexto. Lo señalado tampoco debe ser interpretado en el sentido de que los presidentes que no echaron mano de la familia para administrar el país hayan estado exentos de decisiones equivocadas o actos de corrupción. Únicamente se plantea que, en esos casos minoritarios, el entorno familiar guardó distancia con Carondelet.
Si se observa uno a uno los distintos gobiernos, una idea que se puede proponer es que en la década de los ochenta e inicios de los noventa los presidentes con familiares cercanos en espacios de poder eran menos comunes. No se trata de dar cabida al viejo adagio de que todo tiempo pasado fue mejor.
Nada más es sentar las bases de cara a posibles explicaciones de lo que ahora se observa, como corolario de lo anotado, con más frecuencia. En esa línea, una hipótesis es que antes existía una cierta estructura partidista que acompañaba a los presidentes, con lo que allí se encontraban los asesores, ministros y en general el grupo de colaboradores cercanos a los gobiernos.
La extinta Democracia Popular o los alicaídos Partido Social Cristiano o Izquierda Democrática serían algunos referentes empíricos de lo dicho.
Bajo ese argumento, la profunda crisis en la que se encuentran los partidos políticos traería consigo que los cuadros referenciales de gobierno sean pocos y, como consecuencia de ello, que los presidentes tengan que voltear a la foto familiar para encontrar a quienes les acompañarán en la administración del Estado.
Aunque esa decisión no es la más sensata para los intereses del país, es plenamente comprensible que así operen los Jefes de Estado. Si lo que se requiere para delegar el manejo de los temas sensibles es confianza y destrezas, con la familia se gana en lo primero aún a costa de perder en lo segundo.
Ese es el triste dilema al que se tienen que enfrentar los presidentes sin partidos políticos que los respalden. Nadie va a colocar en espacios de poder importantes a quienes tengan habilidades profesionales para el efecto, pero carezcan de la confianza del presidente. Esa es la política real, acá o en cualquier lugar.
Lo más patético del escenario esbozado es que en el futuro inmediato los gobiernos anclados a los familiares de los presidentes van a seguir presentes y quizás con mayor notoriedad.
Dado que no hay reformas institucionales que incentiven a otro tipo de comportamiento entre las organizaciones políticas, madres, padres, hermanos, tíos, primos y demás consanguíneos seguirán manejando los hilos de las decisiones más importantes.
Allí otro argumento que abona en favor de la necesidad de cambios importantes en la forma de conducir la política del país. Sin embargo, y como suele ocurrir por estos lares, colocar en la discusión pública este tipo de debates no es una prioridad de nuestros actores políticos.
Ellos prefieren pensar únicamente en la próxima elección y en los votos que se pueden ganar a punta de mentiras, falsas promesas, dádivas o días de vacaciones.