Vargas Llosa no quiere la vida eterna; la mamá de Cercas, sí

Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Desde que publicó ‘Soldados de Salamina’ y ‘Anatomía de un instante’, Javier Cercas es reconocido como uno de los grandes escritores en lengua española. Yo sigo su columna en ‘El País’ y ahora que acaba de lanzar ‘El loco de Dios en el fin del mundo’, lo adquiero en Kindle, a ver qué onda con la vida eterna.
El libro, una mezcla de géneros manejados con mucho oficio, va de que a los más sagaces operadores del Vaticano se les ocurre invitarle a que acompañe a Francisco en un insólito viaje a Mongolia, para que el catalán cuente la experiencia con absoluta libertad.
Cercas, que se declara racionalista y ateo (pero tiene su corazoncito), pone una sola condición: que el papa le conceda una brevísima entrevista a solas para plantearle que su madre, una anciana muy creyente, está convencida de que cuando muera se encontrará con su marido. ¿Será así?
Si no fuera el novelista que es, el asunto no pasaba de una anécdota banal, pero Cercas mantiene la expectativa de la respuesta papal mientras conversa con una serie de figuras del Vaticano para ir construyendo un retrato muy humano y contradictorio de Bergoglio, desde que era visto como un jesuita autoritario y reaccionario en la Argentina, también como un peronista, hasta que ascendió al Vaticano y tomó el nombre de Francisco de Asís, santo que se autodefinía como ‘el loco de Dios’ y es símbolo de humildad.
Así se consolida el perfil de un papa sencillo, un hincha de San Lorenzo que rechaza el boato y los centros del poder, enfocándose en la periferia y los sacrificados misioneros que conviven con los más pobres y desamparados en los miserables suburbios de las ciudades o en las heladas y solitarias estepas de Mongolia.
Con admiración creciente, Cercas insiste en verlo como un anticlerical enfrentado siempre con el ala más retardataria y elitista de la Iglesia. Y con esa nostalgia infantil de las certezas, busca que Su Santidad le confirme si existe la vida eterna y la resurrección de la carne, o sea, la promesa esencial del cristianismo que consta al final del credo.
Sin embargo, la gran pregunta que deberíamos plantear, no al papa, cuya respuesta es obvia, sino a los creyentes duros y blandos es: ¿para qué diablos quieren la vida eterna? ¿No les bastó con ésta? ¿Imaginan el horror que significa seguir siendo uno mismo por el resto de la eternidad?
Terminaba sin demasiado entusiasmo el texto de Cercas cuando me enteré que había muerto Mario Vargas Llosa. Otro rato hablaré de la inmensa importancia que tuvo para mi generación; aquí viene al caso lo que declaró a la BBC hace algunos años: “La muerte a mí no me angustia. Hombre, la vida tiene eso de maravilloso: si viviéramos para siempre sería enormemente aburrida, mecánica. Si fuéramos eternos sería algo espantoso. Creo que la vida es tan maravillosa precisamente porque tiene un fin”.
Por el contrario, los personajes de ficción que él creó, ellos sí que gozan del don de la inmortalidad y seguirán amando y odiando y corriendo aventuras cada vez que un lector se embarque en alguna de sus novelas, porque son las creaciones de la imaginación humana las que trascienden las barreras de la vida y la muerte, del tiempo y el espacio.
Y entre esas creaciones, ninguna más poderosa, fabulosa y perdurable que la religión, con sus dioses y demonios, sus cielos, sus infiernos y todas las historias tejidas alrededor. Hoy, sin ir más lejos, sábado santo, sábado de silencio, se recuerda que Cristo muerto desciende a los infiernos y que mañana resucitará, dando pie al mito de la resurrección de la carne y la vida perdurable.
Ente tanto, pueden calentar la media olla de fanesca que sobró de ayer, siempre que no sea dulce.