Antes de que lleguen los turistas
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Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Pésima noticia para tortugas y piqueros: el New York Times ubica a Galápagos como el segundo mejor lugar del mundo que se debe visitar este año. Flaco favor porque a esas islas lo que les sobra son turistas.
Sé que es un cliché dárselas de fino y burlarse de los turistas, pero alcancé a viajar antes de que convirtieran en la plaga universal que son ahora. Así llegué a Galápagos por primera vez en 1976; ya era parque nacional, claro, pero aún había más focas que visitantes. Con la Mili y dos parejas de europeos alquilamos un barco pesquero que había migrado de Manta a Puerto Ayora, uno de esos pintorescos cañeros de mi infancia que, desplazados por los chinchorreros, eran adecuados para albergar a seis pasajeros.
Fueron unos días gloriosos, a nuestro aire, por unas islas sin gente ni itinerario fijo. Hasta pescábamos. O sea, yo remaba la panga para que Calandraca, el ayudante del capitán, buceara en las rocas para extraer unas langostas azules muy grandes. De modo que comimos langosta todos los días y conocimos sitios insospechados, a los que ahora sería imposible volver si no eres científico de la Charles Darwin.
Algo parecido me había sucedido en Macchu Picchu el año anterior. Viajando en bus por la sierra peruana con un primo, una tarde llegamos a Aguas Calientes, una hilera de casas y posadas situadas en la base de la montaña. Eran los últimos aletazos del jipismo y una mezcla de vapor de agua y humo de marihuana flotaba sobre las piscinas termales donde todas y todos se bañaban lluchos al anochecer.
En la posada nos dijeron que lo mejor era pedir un aventón en el camión que subía a Machu Picchu con los trabajadores a las 6 am. Eso hicimos. Los trabajadores se quedaron en la entrada, donde construían algo y tuvimos a nuestra disposición la ciudad sagrada, durante cuatro horas, hasta que llegaron los turistas que venían en tren desde el Cuzco.
No, eso nunca se volverá a repetir pues todo está hiperregulado y Aguas Calientes se ha convertido en una población horrorosa, guachafa y ruidosa, por donde pasa el millón y medio de visitantes anuales que fatigan y erosionan las piedras de Macchu Picchu.
Ya en 1977, con las regalías de mi libro sobre Velasco Ibarra, marché a conocer Europa. Como neófito, quería verlo todo por mi cuenta. Incluso crucé la Cortina de Hierro temblando de miedo pues un yugoeslavo había colocado su alijo debajo de mi asiento, tal como acostumbraban las cacharreras en los viajes desde Tulcán.
Finalmente el tren me depositó en una Praga no tocada por la modernidad ni los Mac Donalds. Nadie hablaba inglés en la calle, de modo que avanzaba mapa en mano, guiándome por las señas y sonrisas de la gente.
Así desemboqué ante el espectacular reloj astronómico de la antigua Bohemia y fui a dar en el puente Charles que cruza el río Moldava desde el siglo XV. Nadie me cree cuando digo que solo había cuatro gatos en el puente, alguna de esas checas preciosas, mezcla de alemán y eslava, cruzando a pie a la Ciudad Vieja, algún agente de la KGB, se me ocurre, tomando fotos y este servidor mirando detenidamente las estatuas y el lento río de Milan Kundera, quien ya se había exiliado.
Guardé cuidadosamente esa imagen de Praga en mi memoria durante décadas, hasta que cometí el error de volver, justo antes de la pandemia. Íbamos con la Paula del lúgubre museo de Kafka hasta el famoso puente, pero había tal cantidad de turistas que era difícil desplazarse, menos aún apreciar la arquitectura, una auténtica estupidez, tal como en la Capilla Sixtina, inundada cada hora por un torrente de impíos que solo alcanzan a levantar el smartphone para tomar fotos al paso.
Aunque no todo es negativo; a veces tienes un golpe de suerte, como esa mañana lluviosa en Ámsterdam, hace unos 15 años, cuando acudí en tranvía al Rijsmuseum, que estaba en completa restauración, con operarios y pasos laterales dificultando el acceso. Enhorabuena pues no había cola y llegué a la sala casi vacía de Rembrandt, donde me paré a mirar a mis anchas ‘La ronda de noche’. Más adelante, una joven mamá con botas les explicaba a sus dos niños ‘La lechera’ de Vermeer y pare de contar.
Volviendo a Galápagos, ustedes dirán.