Basta de política: hablemos de comidas
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Leo que una guía de comida llamada Taste Atlas, mapa mundial del gusto creado por un periodista croata joven y más listo que el hambre (nunca mejor dicho), ubica entre las cien mejores sopas a tres platos ecuatorianos: el locro, el encebollado y la fanesca, en ese orden.
Como hace 20 años investigué a fondo la comida tradicional del Ecuador, con libro y mapa de los platos, se me prendieron las alarmas. ¿Cómo así esas sopas? No es que huela a gato encerrado (un emborrajado muy sabroso de plátano con queso) pero sí me pareció un poco arbitrario la selección, hecha a la ligera.
De acuerdo, nada hay más subjetivo que los gustos, pero el croata no ha pisado América del Sur ni es chef ni gourmet reconocido. ¿Será que tiene a especialistas viajando de incógnitos y probando platos por todo el mundo, como hacen las guías serias, o solo contacta a informantes locales?
Veamos los platos escogidos. Cualquiera sabe que el locro de queso es básicamente una sopa de papas, cocida con algo de leche y acompañada de aguacate, ají y tostado. La he comido con satisfacción toda la vida, pero jamás la pondría entre las mejores sopas del Ecuador, no se diga del mundo. A riesgo de cometer delito de lesa patria, el ajiaco bogotano, con tres tipos distintos de papa, más pollo, choclo, alcaparras y algún aderezo, se halla en una categoría superior.
El encebollado, en cambio, nace en las canoas que navegaban por los ríos costeños. Contaba Jenny Estrada que era la sencilla sopa que preparaban a bordo los montubios con lo que tenían a mano: pescado, yuca, cebolla y limón. Cuando saltó a tierra le añadieron tomate, chifles y algo más. Es, sin duda, una sopa sabrosa, pero tampoco califica para las grandes ligas, donde un chupé de corvina de río, en caldo de la cabeza y con tiritas fritas de pescado, es más sofisticado. Para no hablar del suculento viche de camarón, cuya sola mención nos hace agua la boca.
Con la fanesca y sus adoradores, que son legión, tengo casada una antigua cuanto amigable disputa. En mi libro le atribuí el lugar de la más importante comida ritual pues las familias ampliadas del siglo pasado se reunían a comerla en Viernes Santo, día en que estaba prohibido por la Iglesia comer carne.
En mi investigación posterior, cuando preguntaba a los quiteños por el mejor plato, 9 de cada 10 respondían con una sonrisa de satisfacción: “la fanesca de mi mamá”. En términos personales, cada uno tenía razón, su razón, porque los sabores gloriosos de la infancia tienen un peso imbatible si están atados a los cálidos festejos familiares.
Pero el rato en que la prueba un extranjero, la fanesca soporta a duras penas las críticas. Sin entrar en honduras, creo que mejora mucho con cada ingrediente que le van quitando, porque en su origen era una sopa de pescado con granos tiernos de temporada a la que le fueron agregando demasiadas cosas.
Ahora, luego de la inaceptable pizca de azúcar, y un pite de crema de leche, solo falta que le añadan granola. Todo en busca de diferenciarse con una originalidad distorsionada, al estilo de los espantosos edificios que brotan en el barrio La Floresta.
Muchos lectores discreparán conmigo, por supuesto. Más fácil es ponerse de acuerdo sobre los candidatos presidenciales que sobre los platos. Aunque tampoco: De Gaulle solía decir que es muy difícil gobernar un país que tiene 400 quesos distintos.
Y ya que hablamos de Francia, de papas y de queso, remato con una anécdota: el presidente Mitterrand adoraba los llapingachos que le preparaba una cocinera ecuatoriana en su casa de campo y que entraron a la alta cocina con un nombre sofisticadísimo: ‘omelettes de pomme de terre au fromage’. ¿Será que califican para la lista del croata?