La opinión púbica
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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No, no se trata de un error tipográfico sino de una nueva categoría para uso de los politólogos y analistas que proliferan en época electoral. Pero vamos por partes…
Si no fuera por ese autoengaño que sustenta el inicio de toda relación amorosa, la especie humana se habría extinguido hace mucho rato. Además de las pulsiones sexuales, más poderosas en la fase juvenil, hay una necesidad de creer, una mezcla irresistible de ilusión, esperanza y deseo que obnubila a la razón y muchas veces niega la realidad.
Sobre esto se han escrito toneladas de libros, ensayos, novelas y sobre todo canciones, pero el rato de enamorarse nadie se da por enterado hasta que, tarde o temprano, se produce el des–engaño amoroso y el tenaz remordimiento: ¿cómo pude estar tan ciega o ciego?
Hace años escuché a un quiteño deslenguado explicar esos alocados matrimonios juveniles que siempre terminan mal: “Lo que pasa es que opinan por donde orinan”. Refinando el concepto, se podría hablar de una opinión púbica; opinión que no deja muchas enseñanzas ya que el proceso suele repetirse hasta desembocar en otra pregunta flagelante: ¿cómo pude volver a equivocarme?
Pues algo parecido acontece una y otra vez en las elecciones presidenciales donde, en cuestión de meses, se pasa del entusiasmo al des–encanto. Todos saben que los políticos mienten y exageran, sobre todo en campaña, y que no van a cumplir ni con la quinta parte de lo que ofrecen. De donde el dicho: “Ese candidato promete más que un novio”. Un novio anhelante que busca seducir con engaños. Pero, cual chica enamoradiza, el grueso del electorado vuelva a embarcarse una y otra vez.
Y no es solo porque el voto es obligatorio. Hay, en esa deriva, una buena dosis de esperanza. (Todos consideran que la esperanza es una virtud; todos menos Borges: “Defiéndeme, Señor… No de la espada o de la roja lanza/ Defiéndeme, sino de la esperanza”).
Se han señalado varios otros factores sobre ese inquietante fenómeno electoral, incluidos el clientelismo y una cierta actitud utilitaria: voto por el que creo que me va a solucionar los problemas. Es decir, por el que quiero creer que…
Existen, por supuesto, y cada vez son más, los que ya no creen en las elecciones, ni en la democracia, ni en los políticos; los que sienten rabia y resentimiento con este sistema que los ha marginado y engatusado permanentemente. Ellos no votan a favor sino en contra, ejercen un voto rechazo basado en la idea de “que se joda todo”.
Lo trágico es que este voto también puede ser manipulado. Nadie lo puso mejor que Abdalá cuando era candidato a la presidencia. Primero, él mismo se bautizó como “el loco que ama”. (Seguimos en lo mismo: locura de amor). Y sentenció: “votar por mí es como raspar con un tillo un Mercedes Benz”. Brillante, la quintaesencia del populismo.
Claro que después resulta que los dueños de los Mercedes son los panas del presidente, para quienes gobierna. Como cuando Velasco Ibarra clamaba en la campaña: “¡Llamadme traidor si no estrangulo a la oligarquía en seis meses!”. Pero como su campaña era financiada por esa misma oligarquía, terminaba reconociendo: “Prefiero un oligarca honrado a un comunista pícaro”.
Medio siglo después, para justificar sus posibles alianzas electorales, Rafael Correa declara algo semejante: “Me siento más cercano a una derecha nacionalista honrada que a supuestas y falsas izquierdas…”. Esto, a los jóvenes, les debe sonar a sánscrito: “¿Derecha nacionalista honrada?... ¿qué diablos es eso?” De yapa le ponen a un chavista tan desgastado, hinchado y desangelado como Diego Borja. Al frente tienen a Daniel y Lavinia, juventud, riqueza, poder y glamur. Al menos en las redes, están perdidos.