De las piernas de Marlene Dietrich a los cardenales tramposos
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Dos lectores me preguntan por qué hablo del cine con frecuencia cuando existen cosas más importantes (ojalá no se refieran al CPCCS, plagado de actores siniestros y payasos de alquiler que siguen un guion redactado en Bélgica). Intentaré una respuesta.
Cuando vi, hace tres semanas, que los incendios de Los Ángeles amenazaban también al Teatro Dolby–donde se lleva a cabo la ceremonia de los premios Oscar desde que se llamaba Teatro Kodak– pensé que era un final absolutamente hollywoodense para el arte emblemático del siglo XX. Por fortuna no sucedió y ya está circulando la lista de nominados de este año, lista que incluye la película ‘Conclave’ que revisaremos luego.
Gracias a su inmensa difusión, el cine generó mitos universales e implantó una forma cinematográfica de ver la realidad y de narrarla. Y ahora que Netflix lanzó la serie ‘Cien años de soledad’, para echar gasolina al fuego del debate recuerdo que Pier Paolo Passolini, ni más ni menos, llegó a decir en los años 70 que esa era la novela de un guionista “escrita con gran vitalidad y derroche del tradicional manierismo barroco latinoamericano, casi para el uso de una gran empresa cinematográfica norteamericana”. ¿Eso, que sonaba a blasfemia, se está cumpliendo?
No todo era Hollywood. En la época de oro del cine mexicano, Churubusco Azteca también impuso, en blanco y negro, sus charros cantores y sus divas rellenitas hasta en las pantallas más remontadas de América Latina. Había teatros muchas veces pintorescos, como en Manta, donde la mayoría funcionaba solo de noche porque eran a cielo abierto y sus pantallas de cemento estaban blanqueadas con cal.
También en la conventual Quito funcionaban, por toda la ciudad, esos templos paganos que mostraban las piernas de Marlene Dietrich y la pechuga de Isabel Sarli. No eran una alternativa sino un complemento de las iglesias pues el respetable público se deslizaba de la misa dominical por la mañana a la matiné por la tarde. Solo en Semana Santa los teatros se purificaban proyectando cintas mil veces vistas, como ‘El manto sagrado’ con Richard Burton, y ‘Rey de reyes’ donde Jeffrey Hunter hacía el papel de Jesús de Nazareth.
Para cerrar el círculo, cuando el público abandonó los teatros para acudir a los cines múltiples y pequeños de los centros comerciales, varias de las grandes salas se convirtieron en templos evangélicos. Eso acontecía cuando esa rama del cristianismo empezaron a disputar seriamente el tráfico celestial a una iglesia católica en franca decadencia, flagelada por los escándalos financieros y sexuales.
Este es justamente el telón de fondo de la película protagonizada por el estupendo actor inglés Ralph Fiennes, quien interpreta al cardenal que dirige el cónclave reunido en el Vaticano para elegir al nuevo papa. Mas lo que se desarrolla con mucha pompa es una sórdida lucha por el poder entre personajes que representan distintos intereses humanos y divinos. Uno es un sobornador; otro tuvo un desliz sexual con una monja; el tercero quiere echar atrás todas las reformas del ala liberal, y así por el estilo.
Me enganché, claro, porque viví hasta la adolescencia el peso de la Iglesia, una, sola, apostólica y romana, y me divierte que desnuden a los prelados. Pero ¡qué abombe! pensarán los nativos digitales, con educación laica y adictos al bombardeo incesante del smartphone, sobre una película meticulosa, pausada, sin asesinatos ni escenas eróticas; un thriller espiritual, digamos, donde el único hecho de violencia física es una bomba que vuela una pared de la Capilla Sixtina, cuando se hallan los cardenales dedicados a sus votaciones.
La capilla de la filmación es una réplica perfecta –levantada en Cinecitta con miguelángeles y rafaeles y todo–del escenario más prestigioso y visitado de Occidente, donde esos actores consumados que son los cardenales de verdad vienen montando su espectáculo desde los tiempos de Rodrigo Borgia y Julio II.
Con tres nominaciones a los Óscar, ‘Cónclave’ es una película fina, bien actuada y dirigida, aunque con un desenlace sacado de la manga. Sin mayores opciones de una estatuilla, ayuda a mantener vivo el ritual colectivo del cine, un arte que no puede ser reemplazado por las series de Netflix que le han birlado la técnica, los actores, los directores… pero que nunca podrán desplazarlo del todo. Al menos, eso espero y por eso escribo, de vez en cuando, sobre cine.