De héroes y villanos
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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La expectativa va llegando al límite en el Stade de France, donde 80.000 espectadores jalean al sueco Armand Duplantis, quien ha puesto la barra a 6.25 metros para romper su propio récord mundial de salto con garrocha. Ya tiene asegurada la medalla de oro, con récord olímpico incluido. Lo que está haciendo es un esfuerzo adicional contra su propia marca y el público delira.
Falló en el salto anterior y este es su último intento. El estadounidense que obtuvo la medalla de plata, Kendricks, le respalda y anima al graderío. Todos se ven tensos y emocionados, pero Armand, al borde de ingresar al Olimpo, luce tan guapo y relajado que da miedo.
Millones de espectadores de todo el mundo estamos pegados a las pantallas de TV. El atleta se aparta el pelo de la cara, toma la pértiga como quien toma el ascensor, apunta y emprende la carrera. Con música de fondo del grupo sueco Abba, se impulsa hacia lo alto con los pies por delante, elude con las justas la barra, cae de espaldas, sabe que lo logró, brinca de alegría y le da a su novia otro beso de campeonato.
Mientras tanto, en un martirizado país del Caribe, un grotesco exchofer de bus y su camarilla militar violan todas las reglas del juego y ponen en marcha un fraude desvergonzado, al tiempo que reprimen brutalmente a los venezolanos que respaldan en las calles al candidato vencedor, Edmundo González, y a María Corina Machado, que tiene un espíritu combativo y una valentía dignas del oro olímpico.
Dos días antes, Yaroslava Mahuchika, la espigada y hermosa saltadora de Ucrania que ostenta el récord mundial en salto alto femenino, 2.10 metros, gana el oro sin problemas con una marca inferior y uno piensa en el enorme significado que tienen esas medallas para el aguerrido pueblo ucraniano, que lleva dos años enfrentando a un vecino grande y poderoso que traicionó los acuerdos firmados y pretende imponer su voluntad a sangre y fuego. Exactamente lo opuesto del espíritu olímpico: el abuso despiadado del poder militar.
Abusada también cuando adolescente por el médico del equipo olímpico, gracias a la disciplina, el esfuerzo, la preparación incesante y una fortaleza mental que solo se quebró temporalmente en Tokio, Simone Biles es la ganadora de esos ejercicios inconcebibles que uno, asombrado, no atina a desagregar.
Pero viene pisándole los pies otro fenómeno, la brasilera Rebeca Andrade, quien bate a la reina por milésimas en la última prueba y Biles y su compañera de equipo, ganadora de la medalla de bronce, le rinden pleitesía.
Puro espíritu olímpico, tan distinto del que mostraron los futbolistas argentinos cuando, tras sufrir la derrota ante Alemania en el Mundial de Brasil, bajando de la tarima de la premiación se sacaban del cuello con desdén las medallas de plata.
La comparación entre deporte y política es más dramática aun en el caso ecuatoriano donde atletas ejemplares que entrenaban descalzas como Lucía Yépez, o corrían con las zapatillas agujereadas y parchadas con cartones, como Glenda Morejón, conquistaban medallas de plata mientras en la Asamblea Nacional –con el fin desembozado de quebrar la economía nacional para echarle la culpa a Noboa y ganar así las elecciones presidenciales– los correistas intentaban derogar el acuerdo con el FMI, al tiempo que gestionaban para que México exigiera a Ecuador conceder el salvoconducto para alguien sentenciado por haber obtenido el oro y la plata, no de las medallas olímpicas sino de Odebrecht.
Si para ser atleta de élite se requiere cultivar un talento natural con años de trabajo, sacrificio, disciplina, solidaridad, amor a la bandera, fortaleza espiritual; para ser asambleísta en Ecuador no se necesita haber pisado la universidad ni haber desarrollado otra especialidad que la viveza, afinada con grandes dosis de descaro, audacia y la disposición para acatar cualquier orden sin chistar.
Si las olimpiadas se basan en el respeto a los adversarios y las normas del juego, la política a lo Maduro, Ortega y otros siglo XXI consiste en eliminar a todos los opositores para reinar omnímodamente. Allá gana el mejor; acá, el peor.