¡A otra cosa, mariposa!
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
Actualizada:
Como provengo de una época menos tecnológica, más pata al suelo, de periódico en el desayuno y teléfono de alquiler en la tienda del barrio, siempre me pregunto qué ven con tanto ahínco grandes y chicos en sus putas pantallitas (perdón por el diminutivo pantallitas) desde que despiertan y lo primero que hacen es mirar al celular hasta que se desploman dormidos con el aparato en la mano. ¿Qué es tan importante o entretenido o tan urgente que no alzan a ver al pana, ni a la pareja ni a nadie?
Si estoy al lado de uno de estos adictos, que son legión, en el ascensor, digamos, o en la consulta del médico o en la cola del aeropuerto, suelo espiar sus teléfonos. Lo que ven, la mitad de las veces, son decenas, centenas, miles de fotos sin el menor valor estético o informativo, selfies de gente que finge ser feliz, o platos de comidas o reuniones sociales, o cualquier basura que intercambian sin pausa de la mañana a la noche y que les llena la vida.
No estoy diciendo nada nuevo, claro, pero me puse a reflexionar en eso porque dediqué el fin de semana a revisar mis viejos archivos de fotos, numerosas carpetas con slides de los recorridos por el Ecuador en las décadas del 80 y el 90. No me movía la nostalgia sino algo más práctico: necesitaba varias imágenes para ilustrar un artículo sobre esas crónicas de viaje que publicaba en la revista Diners.
No hablaré aquí de cómo era el Ecuador y su gente en aquella época, sino de la importancia y permanencia de la fotografía antes de la revolución digital, cuando, en sus mejores momentos, alcanzaba el nivel de una obra de arte. O se constituía en el documento imprescindible de algún hecho histórico decisivo. O llegaba a influir en el curso de una guerra, como la célebre foto en blanco y negro de la niña vietnamita que corre desnuda y gritando de dolor por el napalm que le quema la espalda.
Por supuesto que la gente también sacaba muchas fotos familiares con cámaras manualitas y los negativos en color eran enviados a Ecuacolor sobre todo, donde los revelaban e imprimían en papel. Pero esa práctica no alcanzaba ni remotamente la dimensión de lo que hoy sucede con los smartphones, que han puesto una cámara en manos de todo el mundo y que son capaces de tomar y enviar instantáneamente una cantidad ilimitada de fotografías.
Un fenómeno global que ha vaciado de significado y duración a las imágenes digitales, inmersas ahora en una sucesión frenética que se hunde rápidamente en el olvido, tal como sucede con los mensajitos y los reels y las noticias y todo ese torrente de banalidades que inunda las redes y abruma a los usuarios.
La pregunta es qué tipo de identidad se puede construir sin una memoria gráfica que nos recuerde quiénes fuimos como país y de dónde venimos como personas, esa función que antes cumplían los álbumes de fotos. Porque viviendo solo en el vertiginoso presente que reflejan las pantallitas, se pierde el sentido del paso del tiempo. Todo sucede ahora.
Tampoco estoy recomendando que todos se dediquen a ver fotos del siglo pasado. No; eso queda para especialistas, historiadores, editores de libros o periódicos, o viejos nostálgicos para quienes todo sucedió ayer. Lo que me angustia es observar a una generación de jóvenes que no están anclados a nada pues navegan sin cesar por la superficie de las cosas y son seducidos por reels de 15 segundos.
De eso se aprovechan los políticos, empezando por el presidente Noboa que promete enterrar al “viejo Ecuador”, cuya vejez la remonta al correato. Lo anterior es prehistoria, un mundo inconcebible que se movía sin smartphones ni internet.
De ese mundo hablé en un artículo anterior enfocado en las artesanías. Pero recién ahora se me ocurre que los fotógrafos de parque o de cajón que revelaban allí mismo las fotos con sus líquidos minúsculos y luego coloreaban a mano las imágenes eran también artesanos y no los incluí en mi libro. Peccato!
Solo que un nativo digital, un adolescente de ahora, haría exactamente lo mismo conmigo y mis slides: nos arrumaría en el mundo artesanal y a otra cosa, mariposa.