Dos viejos ante la barbarie política y sexual
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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El uno, de 75 años, daba agua a las guacamayas en su balcón, leía y escribía por las tardes, paseaba por Caracas con su esposa y jugaba con sus nietos. Tranquilo y conciliador como el diplomático de carrera que fue, en medio de la violenta degradación de la sociedad venezolana, pasaba los días sin mayores sobresaltos.
La otra era también una abuela amable que disfrutaba de su retiro en el sur de Francia, con un marido que, como tanto criminal, parecía un buen hombre a los ojos de la familia, los amigos y los nietos que venían a casa los fines de semana.
Todo cambió súbitamente para estos dos viejos apacibles cuando la vorágine de la vida, su lado más violento y peligroso, vino a enfrentarlos de distinto modo a la barbarie política y sexual, lanzándolos a las pantallas de todo el mundo.
Con más precisión, a Edmundo González fue la historia de su país la que tocó a su puerta cuando María Corina Machado le propuso la candidatura a la presidencia. Jamás lo había pensado, nunca fue un político ambicioso, parecía una locura, pero era el último recurso de la oposición a un régimen que detestaba y terminó aceptando.
González estuvo a la altura del desafío y barrió en las elecciones, desatando en su contra la persecución del tirano. Pero cuando partió al exilio, aquellos que nunca se han jugado nada ni de jóvenes le reprochan no haber permanecido recluido por años en una residencia diplomática, o en una mazmorra de la narcodictadura donde, a su edad, no habría resistido, como Leopoldo López, los suplicios y la humillación.
El caso de Gisèle Pelicot es más íntimo y pavoroso. Resulta que esta buena señora, una sesentona común y corriente, era drogada durante las noches con un poderoso ansiolítico por su marido, Dominique, quien la violaba y la ofrecía por internet a decenas de desconocidos que llegaban a abusar de esa víctima aletargada en su propio dormitorio. El perverso marido obtenía su placer de mirarla y filmarla en ese trance oprobioso.
Aunque quedaban secuelas que los médicos no sabían explicar, Gisèle no fue consciente de los atropellos de años hasta que Dominique, fue pillado filmando subrepticiamente bajo las faldas de algunas mujeres en un supermecado, con una cámara colocada en su zapato. Luego, la policía descubrió las filmaciones domésticas y convocó a Gisèle a la comisaría, donde pudo ver la monstruosa historia que había protagonizado sin saberlo.
Pero en lugar de doblegarse, incentivada por su hija, se creció y decidió enfrentar a los abusadores, en el juicio, a cara descubierta, lo que no es obligatorio, pues la gran mayoría de las víctimas siente vergüenza. Ahora es ella quien abandera la dignidad ofendida; la vergüenza y el escarnio corresponde a los abusadores, que se cubren el rostro.
Y es ella la que declara: “Esto no es una violanción, es la barbarie”, al tiempo que asume la causa de millones de mujeres que son abusadas mediante la utilización de drogas.
Hay más detalles en cada historia, por supuesto, pero el punto que interesa destacar aquí, el meollo de este artículo, es cómo dos personas ya retiradas, de quienes no se espera más, dos personas tan distintas, se colocan a la altura de las circunstancias, demostrando que todo ser humano tiene una reserva de dignidad y coraje frente a quienes gozan de un poder mal habido, ya sea en el ejercicio de la política despótica, o en la vida conyugal, donde los somníferos dan al cobarde la sensación de un dominio total.
¿Qué sigue? En Madrid, Edmundo González fue recibido con muy bajo perfil en La Moncloa y no dio una rueda de prensa al salir porque, según El País, “está midiendo sus pasos con pies de plomo, pues teme por la suerte de los familiares y amigos que ha dejado en su país”. En otras palabras, la dictadura se consolida, Maduro llama a consultas a su embajador y a González no se le puede exigir más.
A Gisèle tampoco: una vez que pasen las audiencias y el alboroto mediático, ya en soledad, verá definitivamente que todos los recuerdos que construyeron su identidad y su memoria están contaminados por el mal. Y que ya es tarde para emprender una nueva vida. Pero le quedará el honor de haber estado a la altura. Como González.