¿A quién le echamos la culpa?
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Nos pasamos la vida hablando u oyendo hablar de médicos y enfermedades. Cuando jóvenes, no nos importa pues sentimos que queda larga vida por delante y el cuerpo suele recuperarse con facilidad.
Pero a medida que avanza la edad, aumenta también la desconfianza en los médicos, quizá porque nos recuperamos más lentamente, o hay recaídas, o ya no nos curamos del todo nunca más. Y, como debemos cargar con una serie de males, a alguien hay que echarle la culpa.
Antes de la revolución digital y de tanta teoría estúpida de la conspiración, el asunto encajaba en el juego tradicional de las fuerzas celestiales. Por ello, un cirujano cuencano que ejercía en Manta cuando yo era niño, decía que los doctores estaban fregados pues si el enfermo sanaba, lo curó el Hermano Gregorio, pero si moría, lo mató el médico.
Para más inri, el Hermano Gregorio había sido un médico notable que se convirtió en un santo milagroso. Era una competencia desleal, pero nadie cometía la barbaridad de hablar, por ejemplo, contra las vacunas, que gozaban de un gran prestigio pues salvaban millones de vidas y erradicaban enfermedades endémicas como la polio y la viruela.
Entonces sucedió lo inaudito: un artículo tramposo publicado en ‘The Lancet’ a fines de siglo echó la culpa del autismo a la vacuna del sarampión. La afirmación era lo suficientemente absurda y perversa como para seducir a millones de fanáticos y dar pie a un movimiento antivacunas cuyo primer resultado fue que reaparecieron enfermedades que creíamos extinguidas.
Está fresco lo que pasó luego con la pandemia del covid, cuando todo el mundo estaba metido en sus casas, asustados, hablando obsesivamente de la enfermedad y de la gente que moría por miles pues no había remedios efectivos.
Miedo más ignorancia más histeria colectiva: era el caldo de cultivo ideal las teorías de la conspiración contra las vacunas y para el pensamiento mágico, aunque no deja de asombrar que millones de personas con estudios universitarios y apariencia racional hayan defendido y consumido un tóxico feroz, usado para blanquear pisos de madera: el dióxido de cloro. . Luego, esos mismos intelectuales se sorprenden de que triunfen en las elecciones candidatos mesiánicos que proponen soluciones mágicas e inmediatas a los males sociales.
Para rizar el rizo, ahora que repunta con fuerza la extrema derecha mundial, un activista antivacunas ocupará el cargo de secretario de Salud de la primera potencia mundial, vanguardia de la ciencia médica. El susodicho es un aristócrata lunático, Robert Kennedy Jr., escogido por Donald Trump con el evidente objetivo de boicotear desde adentro no solo al sistema de salud, sino a la ciencia médica y la academia.
Es extraño, pero la secularización que avanzó con fuerza desde el siglo XIX no condujo necesariamente a todos al reino de la razón y la ciencia. Un pensador francés anotaba con agudeza que la gente que deja de creer en Dios, empieza a creer en cualquier tontería. Hay que reemplazar con algo el amparo que brindaba la religión, particularmente en el campo de la enfermedad, que linda con la muerte.
Lo grave es que se pone en duda no solo la eficacia sino la honradez de la medicina occidental. Rápidamente surgen los grandes culpables de que las medicinas sean caras y “no sirvan para nada”: las farmacéuticas. Que algunas de estas gigantescas empresas transnacionales manipulan a la opinión pública y al mercado y tergiversan investigaciones es verdad. He escrito aquí sobre la epidemia de los opiáceos creada por Purdue Pharma, propiedad de la billonaria familia Sackler. Pero de ahí no se deduce que lo único que sirve son las hierbas y el cáncer se cura con agua de borrajas.
De demonizar las farmacéuticas a demonizar a las compañías de seguros médicos hay un corto paso. Que se prestan, se prestan: no conozco a nadie que no se queje de los seguros médicos privados. (Del IESS ni hablemos). Quizás los Sackler, Elon Musk y los millonarios gringos.
Ni eso: la prensa mundial dio cuenta en estos días del asesinato de un ejecutivo de la principal aseguradora de salud de EE.UU. ¿Quién lo hizo? Pues un joven de familia rica, inteligente, bien educado, guapo, aquejado por agudos dolores de espalda. Como cualquier hijo de vecino, este Luigi Mangione echó la culpa de su problema a las aseguradoras médicas y decidió hacer justicia con un asesinato ejemplar que generó una ola de aplausos en las redes, donde el odio es un gran detonador.
Puestos a cazar culpables, ¿a quién le toca el siguiente turno?