Antes de que Bill Gates botara jodiendo todo
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Se cumplen 30 años de ‘Artesanías del Ecuador’, el libro de gran formato que hicimos con Paula Barragán como directora de arte y que tuvo mucho éxito en ese momento, pero que ahora pasaría francamente inadvertido. ¿Por qué?
Pues porque el Ecuador y el mundo cambiaron de una manera impresionante en el lapso tradicional de una generación, que era 30 años (ahora, hasta las generaciones pasan más rápido: a los ‘millennials’ se añaden ya dos más). Y porque ese mundo artesanal, que ya mostraba claros signos de decadencia, hoy sobrevive a duras penas.
El libro se concentraba en los objetos hechos a mano que tenían un alto contenido estético. Por eso, alguien comentó que había más belleza ahí que en el pincel de muchos de los pintores que alimentaban la actividad de las galerías hasta que la crisis de fin de siglo les socavó el piso a todos.
Aclaremos, sin embargo, que el arte, bueno o malo, es distinto de las artesanías, que se caracterizan por la repetición, la tradición y el destino utilitario de la mayoría de sus productos.
Tradición, palabra clave. La riqueza de los textiles, de la cerámica, los sombreros de paja o el trabajo en madera y en metal tenía raíces en las culturas indígena, negra y campesina. No solo eso: hasta los años 60, en las cocinas serranas se seguía utilizando muchos objetos artesanales y la vida cotidiana se desarrollaba en los barrios y en los talleres del zapatero, el carpintero, el herrero, la costurera y así por el estilo. Además, la esquina del barrio era una institución sagrada y todos éramos nativos artesanales.
Producto de ese mundo, las artesanías transmitían la calidez del trabajo manual en el taller, la textura y el olor de los materiales, y una concepción lenta del tiempo y del negocio, anterior al vértigo del consumo y el shopping center. Había un sentido de permanencia y de pertenencia, pues las cosas provenían de un determinado lugar y hasta de un maestro en particular, estaban hechas para durar y todo era bien conversado.
No, no voy a desconocer la parte fantástica de la revolución digital, pero, en comparación, sí que dan pena los nativos digitales, chicos que se criaron (o les criaron) delante de las pantallas y ya no pueden apartar los ojos del celular, aislados hasta de sus panas y sus parientes, adictos a imágenes virtuales y fugaces, y a cualquier teoría de la conspiración que active el miedo y el rencor, incapaces de mantener una conversación de tres minutos con personas de carne y hueso sin ver el teléfono.
Pero la nostalgia de esa época no debe escamotear el hecho de que quienes conservaban las tradiciones en el sector rural eran las poblaciones indígenas y negras más pobres y relegadas. Uno podía ver, en Cotopaxi por ejemplo, a humildes mujeres indígenas tejiendo las shigras centenarias sin dejar de caminar o pastorear a los borregos, piezas que vendían a precios ridículos a los intermediarios.
La situación del sector artesanal fue empeorando por diversos factores. Antes de la pandemia, los talladores de San Antonio de Ibarra se lamentaban de que a los jóvenes ya no les interesaba el oficio: huían del taller hacia la metrópolis del consuma, léase Quito, los malls, los smartphones de última generación, la fast–food y la ropa de marca, chiveada pero de marca.
Y los tejedores de Otavalo, acosados por artesanías más baratas traídas de Perú y Bolivia, y por las baratijas chinas, convocaban a los viejos maestros para que enseñaran técnicas precolombinas como el telar de cintura, en un angustioso empeño de retroceder el reloj a los buenos tiempos, antes de que Bill Gates botara jodiendo todo.
En cualquier caso, los ‘centennials’ que tengan curiosidad por esa época pueden echar un vistazo a las fotos del libro de artesanías, si lo encuentran en papel impreso, pues no existe en versión digital.