Esto no es político
Periodismo en agonía

Periodista. Conductora del podcast Esto no es Político. Ha sido editora política, reportera de noticias, cronista y colaboradora en medios nacionales e internacionales como New York Times y Washington Post.
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A veces da la impresión de que estamos asistiendo a la muerte del periodismo en primera fila; que, de a poco, un oficio que debería ser un pilar de la democracia por su capacidad de cuestionar al poder, de mantener una mirada crítica, de investigar con insistencia, de contextualizar con rigor, de contrastar sin prejuicios y de mantenerse independiente, está agonizando.
La semana pasada un medio en manos del Estado disfrazó de periodismo un producto que en realidad era una burda propaganda que pretendía beneficiar a quien hoy tiene el poder. El periodismo se basa en hechos, no en especulaciones, por lo tanto, una pieza que infiere que con el candidato presidente el país estaría mejor que con su rival en las próximas elecciones de abril, de periodístico no tiene nada.
El argumento que algunos han usado para defender una pieza así es que esto ya ocurrió antes, que los medios en manos del Estado se usaron, desde la época de Rafael Correa, para amplificar las posiciones de Carondelet. Porque ya pasó, entonces, debemos aceptar a perpetuidad, que esas prácticas antidemocráticas no solamente se mantengan sino que sean justificadas o condenadas, dependiendo quién ostenta el poder. Si es mi bando, aplaudo; si es el contrario, lapido, olvidándose que la postura crítica de las prácticas antiéticas deben mantenerse, independientemente de quién las ejecuta.
Si antes fue cuestionable que se usaran los medios públicos o incautados para convertirlos en una caja de resonancia de la verdad oficial, hoy también lo es. El problema se agrava cuando el deterioro de las condiciones para ejercer el periodismo avanza al mismo ritmo que el deterioro de la calidad de vida en el país.
Según la fundación Periodistas sin Cadenas, entre 2023 y lo que va de 2025 se han registrado al menos 19 casos de periodistas exiliados y desde mediados de 2021 hasta finales de 2024, reportó 1.031 agresiones a periodistas y a medios de comunicación.
El surgimiento de cuentas en redes sociales que se disfrazan de medios de comunicación para difundir desinformación y las granjas de trolls al servicio de los gobiernos contribuyen de forma sostenida y sistemática a la deslegitimación del periodismo, pues desde esas cuentas se atacan a periodistas y medios cuyo trabajo no se ajusta a la verdad oficial. Y el problema se agrava cuando desde el Estado se legitiman esas prácticas y se acredita, se ofrece entrevistas y se normaliza la existencia de estas cuentas que lejos de hacer periodismo, lo destruyen siendo funcionales al poder.
Y no es que el ataque a los periodistas y medios de comunicación sea una estrategia nueva. Durante el gobierno de Rafael Correa fueron evidentes los distintos mecanismos de agresión y deslegitimación a la prensa. Desde los espacios presidenciales, conocidos como sabatinas, se atacaba, abusando del poder del Estado, a periodistas y medios críticos con el gobierno.
Hubo una estrategia sistemática para mermar la credibilidad de la prensa y posicionar a los periodistas como “corruptos”, “mentirosos”, “enemigos de la Patria”, “basura”, términos que fueron empleados una y otra vez en el espacio gubernamental de los sábados financiado con fondos públicos.
Se creó además un aparataje estatal de persecución apoyado en una ley de comunicación que se aplicó a discrecionalidad sobre medios y periodistas incómodos para el régimen. Se incorporó una institucionalidad destinada a aplastar a las voces críticas, se dictaban titulares desde Carondelet, se hostigó a ciertos medios de comunicación para que sacaran a ciertos periodistas de sus espacios, se demandó a otros.
En el de Lenín Moreno ocurrió el secuestro y asesinato a los colegas de diario El Comercio. Hubo un nefasto y opaco manejo del caso, y casi siete años después, el Estado no ha respondido a sus seres queridos y al país por las eventuales acciones y omisiones de los funcionarios que no permitieron la liberación de Javier, Paúl y Efraín, y desembocaron en el atroz crimen.
En el de Guillermo Lasso, las condiciones de vida se deterioraron tanto que se dieron los primeros exilios de colegas amenazados por hacer su trabajo.
Pero esa no puede ser la vara para medir todo lo que ocurra en adelante. Cada vez que hay una acción arbitraria, la cantaleta es “es que antes también se hizo”. ¿Y? ¿Con eso se pretende minimizar los abusos, la desatención y el abandono que existe ahora?
Lastimosamente a ese péndulo del poder, sin ninguna vergüenza, se suman algunos periodistas. El año pasado vimos a un editorialista perseguido en la época de Correa justificar con sorna el retiro de la visa a una periodista, en el mandato de Daniel Noboa. Parece que nada de eso es tan grave porque cuando es contra mí, es un tirano; cuando es contra otro, bien merecido, justifiquemos. Aplaudamos. Guardemos silencio. Miremos a otro lado.
Y entonces parece que los tiranuelos no son solo los gobernantes si no también sus seguidores. Lastimosamente, entre ellos, parece que siempre habrá periodistas dispuestos a acomodarse en el poder; periodistas que actuarán, cual caballo de Troya, para destruir desde dentro los principios de un oficio al que deshonran.
¿O quiénes son si no, esos “periodistas” que por la pauta se olvidan de los preceptos elementales de su oficio, para convertirse en relacionistas públicos del poder?
El ejercicio de deslegitimar al periodismo no solamente se hace rompiendo periódicos en cadena nacional. Se hace también cuando desde el Estado salen fondos para financiar pasquines propagandísticos que se venden como medios pero son, en realidad, repetidoras de las narrativas oficiales al servicio de quien paga.
¿Y quién paga? Puede ser un gobierno, un partido político, una institución del Estado o incluso un grupo del crimen organizado. Si el crimen permea todas las instituciones, probablemente vaya a permear también a los medios. O a los pasquines disfrazados de medios porque no es suficiente autodenominarse medio de comunicación para serlo.
Si no investiga, contrasta, verifica, contextualiza, si no es transparente con la audiencia acerca del financiamiento, si trabaja para deslegitimar a otros periodistas, muchas veces, con pagos irregulares y antiéticos de por medio, si arman acusaciones con nombres pomposos, pero con poco sustento periodístico, probablemente no sea un medio.
El periodismo también se deslegitima desde dentro. Cuando se reciben dineros opacos -y se le oculta a la audiencia- para tuitear documentos acusatorios dudosas, haciendo preguntas que debieran estar resueltas en un reportaje y no servir de carroña en redes sociales. Cuando esos mismos dineros sirven para hacer “reportajes” a la carta que benefician a quien los paga. Cuando se suma a las narrativas de uno u otro político, cuando se aleja de la deontología que debería guiar este oficio.
Si a esto le sumamos la precarización, el debilitamiento de las instituciones mediáticas, la dispersión de periodistas independientes queriendo sobrevivir fuera de los medio, las amenazas y los riesgos, parece que el periodismo está muriendo. O ya murió y nadie nos ha avisado.
Si guardamos una mínima esperanza no deberíamos dejarlo morir. Ni permitir que todos estos desafíos avalen un discurso anti prensa. Crítica y autocrítica son necesarias, pero no es el poder político o el Estado quienes deben calificar un medio o un periodista como bueno o malo; o dictar titulares, o premiar y castigar con la pauta.
Son los ciudadano críticos, lo periodistas que han demostrado un trabajo serio -independientemente de sus líneas editoriales o posturas personales que pueden y deben ser diversas-, la academia y las audiencias los llamados a exigir un periodismo de calidad y no conformarse, o peor aún aplaudir, a medios complacientes con sus propios prejuicios o sus líderes políticos.
El buen periodismo incomoda por su rigor, su mirada crítica, su capacidad de argumentar, documentar y sostener lo que dice. El buen periodismo no se alimenta de la vanidad y el oropel alrededor de los cocteles con los poderosos. El espejismo de sentarse como comensal en Carondelet, tomarse fotos en las posesiones presidenciales o servir de sede de campaña al mejor postor.
El buen periodismo no extorsiona, no condiciona, no enjuicia. No es sumiso ni complaciente pero tampoco se basa en enemistades, odios o venganzas personales. De ese hay bastante y está bajo amenaza. A ese hay que apoyarlo, sostenerlo y respaldarlo. Sin ese periodismo que resiste, que no tranza, que no se amilana, queda el silencio de una democracia amenazada.