Lo invisible de las ciudades
Quito vaciado
Arquitecto, urbanista y escritor. Profesor e Investigador del Colegio de Arquitectura y Diseño Interior de la USFQ. Escribe en varios medios de comunicación sobre asuntos urbanos. Ha publicado también como novelista.
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Hablar de cómo Quito tiene barrios enteros que han sido despoblados y que no encuentran nuevos habitantes ya no es una denuncia, sino un hecho. Las medidas que se tomen actualmente para amilanar este abandono del valle de Quito son toallas tibias para un mal consumado desde hace varias administraciones atrás.
Estamos pagando las consecuencias de la falta de planificación en el traslado del aeropuerto mariscal Sucre a Tababela. No se previó el impacto gravitatorio que este tendría sobre la ciudad; atrayendo a la clase alta primero —y luego a la clase media— a los valles orientales. La construcción de la Ruta Viva debió servir como una infraestructura vial, pero se usó más para un descontrolado desarrollo inmobiliario. Sería interesante cuantificar el crecimiento de la huella urbana, desde la inauguración del aeropuerto en Tababela y desde la apertura de la Ruta Viva. Estimo dichos estudios nos hablarán de una ciudad aún más obesa que antes.
El crecimiento desproporcionado de la ciudad hace que muchas personas padezcan de trasladarse a grandes distancias, entre la casa, el trabajo o el colegio. Se habla mucho del concepto de la ciudad de los 15 minutos, pero no se incentiva de manera pragmática e inmediata su implementación. Los valles orientales adquieren cada vez más y más actividades, además del uso de suelo residencial; y en dicha diversificación de uso de suelo de lotes no planificados previamente por el municipio (que se ha limitado solo a aprobar los proyectos inmobiliarios que se le presentan; casi sin condicionamientos) es la que ha acelerado el proceso migratorio a Cumbayá, Tumbaco y Puembo.
Un factor que me parece digno de ser estudiado, y del que se habla poco en la actualidad, es el traslado de los colegios a los valles orientales. Las instituciones educativas ejercen una fuerza gravitatoria impresionante sobre las familias de sus estudiantes. En Estados Unidos, esta realidad se vive al revés. Antes de uno mudarse a una ciudad desconocida, lo primero que hace es revisar el puntaje del distrito educativo de dicha ciudad en el ranking nacional. Usualmente, las universidades que se ubican en pueblos alejados de los centros urbanos colaboran con mejorar el sistema educativo de sus sedes. Así se pude fomentar que un PhD esté dispuesto a mudarse con su familia a pueblos que no les resultarían para nada interesantes en otras circunstancias.
Acá el problema se da al revés: muchos colegios comenzaron una tendencia migratoria hacia los valles, complicando los costos y la logística de las familias; quienes terminan considerando la opción de mudarse cerca de las nuevas instalaciones de los centros educativos donde se forman sus hijos. Esto no es en realidad un problema de dichas instituciones. Quien debió trabajar de filtro aceptando, rechazando o condicionando dichos traslados debió ser el municipio. Lamentablemente, el municipio metropolitano se ha convertido en una institución que sufre las consecuencias de tener el “sí” flojo.
En varias ocasiones he dicho el crecimiento urbano de Guayaquil está más en mano de los traficantes de tierras, que en las propias autoridades municipales. En el caso de Quito, daría la impresión de que el control sobre el crecimiento de la ciudad lo tienen las inmobiliarias; pero no. La realidad es otra: pasamos de tener un crecimiento planificado, con barrios y manzanas previstos mucho antes de su construcción; a ponerle sellos de aprobación a cualquier cosa que se presente al municipio, sin tener criterios previos para cómo y hacia dónde debemos crecer.
Corregir las derivas del pasado nos tomará décadas. Mientras tanto, una ciudad bien abastecida de servicios se vacía; y un montón de antiguas parcelas rurales se pueblan, sin mejorar sus precarias vías e infraestructuras.