Lo invisible de las ciudades
Peor que los apagones
Arquitecto, urbanista y escritor. Profesor e Investigador del Colegio de Arquitectura y Diseño Interior de la USFQ. Escribe en varios medios de comunicación sobre asuntos urbanos. Ha publicado también como novelista.
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Escribo estas líneas mientras hace un sol canicular y 25 grados Celsius en la ciudad de Quito. No hay ni una sola nube en el cielo. Los picos y volcanes circundantes han recuperado algo de sus nieves, supuestamente eternas.
Parecería que las lluvias que provocaron inundaciones en el sur de la ciudad, que arrastraban automóviles en una corriente de aguas negras, hubieran pasado al olvido.
Actualmente, lo que predomina en nuestras mentes y conversaciones es el enojo que sentimos por los racionamientos de energía eléctrica. Buscamos culpables; alguien a quien castigar por obligarnos a vivir a medias. El gobierno culpa a las administraciones anteriores; la oposición, culpa al gobierno. Así siguen los días, y miopemente, no queremos ver más allá de lo inmediato. Queremos energía y un culpable. Nos negamos a ver la crítica realidad de lo que estamos viviendo; en el país y en el mundo.
Dejemos a un lado la ingenuidad de creer que el problema que nos agobia es energético; peor aún político. Hemos entrado en una etapa de dramáticas fluctuaciones climáticas; y de seguir las tendencias actuales, nos enfrentaremos pronto en una grave crisis de recursos, siendo el agua lo siguiente en escasear.
La semana pasada, el New York Times publicó en sus redes sociales un par de fotografías de Manaos, Brasil. Ambas tomadas desde el mismo ángulo, hacia uno de los puentes que pasa sobre uno de los ríos contiguos a la ciudad.
En la foto tomada a comienzos de año, el río bajo el puente es caudaloso. En contraparte, la segunda foto muestra un cauce vacío. El río se ve transformado en un hilo insignificante. Se pueden apreciar hasta algunas improvisadas construcciones junto a las cimentaciones del puente. Cuadros dramáticamente similares se viven en los ríos del oriente ecuatoriano.
Nuestras fuentes permanentes de agua, los páramos y las nieves andinas están desapareciendo; y con ellas se nos puede ir mucho más que la generación de electricidad. El agua que usamos para irrigar nuestras plantaciones, para hidratar nuestra producción pecuaria, además de esa que consumimos en nuestras casas, corre el riesgo de verse severamente comprometida.
No creo que entremos en una sequía permanente, como la que agobia a Ciudad del Cabo en Sudáfrica o a California. Espero estar equivocado, pero temo algo peor. Todo apunta a que pasaremos a ciclos de extremos climáticos; del calor intenso y la sequía a la precipitación imparable y a las inundaciones. Evidentemente, en ambos escenarios, la producción agropecuaria y el abastecimiento de agua y energía serían itinerantes.
Para colmo, todo apunta a que queremos resolver nuestro problema inmediato, echando más leña al fuego.
Me sorprende la poca reacción que hubo por parte de científicos y políticos ante la dramática desaparición de las nieves en muchos de nuestros volcanes.