Lo invisible de las ciudades
Fortalecer la práctica de la arquitectura
Arquitecto, urbanista y escritor. Profesor e Investigador del Colegio de Arquitectura y Diseño Interior de la USFQ. Escribe en varios medios de comunicación sobre asuntos urbanos. Ha publicado también como novelista.
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En mi última columna mencioné lo que, en la opinión de algunos (yo entre ellos), es el inconveniente de tener a la entidad colaboradora de proyectos (ECP) dentro del Colegio de Arquitectos del Pichincha. Quizás convenga profundizar sobre este tema.
Insisto: aunque aún no se haya dado, la simple posibilidad de que el municipio metropolitano de Quito amenace con quitarle la ECP al Colegio de Arquitectos del Pichincha es inadmisible. Se presta para coartar la libre expresión de una organización que debe —por la naturaleza de su miembros— velar de manera permanente sobre el manejo de la ciudad. Se presta también para que los dirigentes pudieran caer en la autocensura, a fin de no incomodar al municipio y mantener los ingresos de la ECP en sus arcas.
Sé que esta desvinculación entre la Entidad Colaboradora y el CAE-P no es algo que pueda hacerse de la noche a la mañana; pero es algo que debemos comenzar a vislumbrar, así sea a mediano o largo plazo.
Resignarse a que el Colegio de Arquitectos dependa exclusivamente de esta fuente de ingresos no es ético. También reconozco que encontrar alternativas será difícil. Pero debemos volver a la escencia principal de la arquitectura. La nuestra es una profesión sustentada en la ética, en el propósito de mejorar la vida de otros, a través de la manipulación de la materia y la definición de los espacios, en diversas escalas. Sería conveniente que —bajo aquella premisa— pudiéramos establecer concordancias entre lo que es la arquitectura y en lo que debería convertirse. Seguramente, con esas definiciones claras, podremos encontrar a las personas más adecuadas para dirigir el emprendimiento de independizar nuestro gremio y fortalecer el ejercicio de nuestra profesión.
Quizá sea más fácil definir la arquitectura, resaltando aquellas prácticas que se alejan del propósito de nuestra profesión en el mundo. Personalmente, no creo que la arquitectura se encuentre entre los extremos opuestos de la moda o la imitación. Las modas se sustentan en la imagen, es decir, carecen de criterios. Son una forma socialmente aceptada de imitar. Tampoco hay arquitectura en imitar, no importa cuál es el objeto arquitectónico que se utilice como modelo. Puede ser el Partenón de Ictinios o una estructura perteneciente a nuestras culturas nativas. Algo aún más despreciable es cuando se recurre a la imitación de lo ancestral —sin interpretación o abstracción alguna— y se lo usa para convertirlo en moda. Después de todo, los arquitectos padecemos algo similar a lo que le ocurre a los artistas: cuando nuestra obra adquiere reconocimiento y demanda, nosotros también nos volvemos objetos de consumo.
También creo que la arquitectura puede tener un compromiso con la comunidad, sin que dicho compromiso se degrade a gestión política. A la arquitectura, la política le estorba; tanto dentro de su casa, como fuera de ella. Los intereses políticos de generaciones anteriores deben quedar fuera de consideración alguna; así se vean manifestados en las ingenuas exploraciones de nuevas generaciones impulsadas por la astucia de generaciones anteriores.
La arquitectura está pasando por complicados tiempos de cambio; tanto en Quito, como en el resto del mundo. Cuando yo me gradué, debía competir con las vacas sagradas locales. Los profesionales que se incorporan hoy compiten con estudios de arquitectura instalados en otras partes del mundo. En nuestra formación y en nuestra práctica profesional deben converger lo universal con lo local; sin caer en el esnobismo de querer descubrir el agua tibia, convirtiendo a la arquitectura en caricatura.
Cruzo los dedos para que la madurez y la inteligencia nos guíen para que la arquitectura y sus instituciones puedan ser rescatadas y fortalecidas.