Lo invisible de las ciudades
¿Una lavadora marca Quito?

Arquitecto, urbanista y escritor. Profesor e Investigador del Colegio de Arquitectura y Diseño Interior de la USFQ. Escribe en varios medios de comunicación sobre asuntos urbanos. Ha publicado también como novelista.
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La economía urbana se diferencia de su hermana mayor, la economía, por convertir la relación dual entre capital y población en un triángulo, agregando una tercera variable a la ecuación: el territorio.
Entre los dos primeros componentes existe una relación de proporción muy conocida: si crece la población, crece el capital; y si crece el capital, crece la población. Cuando las condiciones en una ciudad son prósperas, la población joven opta por sentar cabeza y formar familias. Y cuando el crecimiento económico es acelerado, las nuevas plazas laborales se llenan gracias a la población migrante, que ve en dicha ciudad en auge una oportunidad de una vida mejor.
Pero, ¿cómo queda el territorio en todo esto? ¿Existe alguna proporcionalidad tan directa entre este y los demás componentes del triángulo básico de la economía urbana? El impacto que población y capital tienen sobre el territorio debe ser analizado de manera más minuciosa; pues no se trata de una sola expresión numérica simple.
En el territorio, los cambios entre los otros dos factores se pueden expresar tanto vertical como horizontalmente; aunque podemos detectar ciertas tendencias. Cuando el crecimiento es principalmente poblacional, este se manifiesta en el territorio principalmente como un crecimiento horizontal. Las ciudades aumentan su tamaño, extendiendo su huella urbana. En contraparte, el aumento del capital se manifiesta verticalmente, pues este es el combustible principal para la construcción en altura.
Cierto es que el territorio también da condicionantes que pueden restringir cierto tipo de crecimiento y favorecer a otro. Cuando Nueva York no contaba con sus actuales 5 distritos y se limitaba a ser sólo la isla de Manhattan, debió planificar el aprovechamiento máximo de la misma, proyectando así su futura tendencia a la verticalidad. Por otro lado, París, al estar construida sobre un suelo calcáreo extremadamente poroso, nunca pudo convertirse en una ciudad de rascacielos. A excepción de la torre Montparnasse —conocido como el edificio más odiado de la ciudad— las demás construcciones en altura de la capital francesa se encuentra en La Défense; a sus afueras.
Aún así, creo posible encontrar una proporcionalidad indirecta, si al territorio los dividimos entre extensión territorial (crecimiento suburbano; tanto formal como informal) y volumen construido (el total de metros cúbicos de construcción).
Cierto es que nuestra capital ha crecido en estas últimas décadas; tanto económica como poblacionalmente. Sin embargo, basta con ver las imágenes históricas del Google Earth para notar que el mayor crecimiento que ha tenido Quito ha sido en la extensión de su territorio. Un crecimiento que supera en proporción, tanto al aumento de población como al de capital. Evidencia de ello es que, mientras más se muda la población a los valles orientales, más aumenta el número de construcciones —y hasta barrios— dejados a su suerte en el valle de Quito.
Como capital, Quito tiene acceso a créditos, que le han permitido la construcción de proyectos con la relevancia suficiente como para alterar sus patrones de crecimiento previos; tales como el aeropuerto y el metro. Sin embargo, queda la duda razonable, de si todo el crecimiento de la ciudad pueda justificarse por las dinámicas que dichos créditos producen sobre el circulante local de capital.
Aparece entonces la posibilidad de detectar esa variable fantasma dentro de la ecuación, aquella que infunde el miedo suficiente para que nadie la quiera mencionar con nombre y apellido; ni siquiera yo.
¿Cuánto tiempo más podremos mirar hacia otro lado, por miedo a ese tipo de fantasmas? ¿Qué haremos con ellos? ¿Huiremos de ellos permanentemente o los enfrentaremos? Al menos, deberíamos aceptar que lo que entendemos como un desarrollo económico logrado por nosotros, es más causado por esos factores invisibles, que por nuestra propia economía.