Columnista invitado
Navidades en octubre
Diplomático y escritor. Exviceministro de Relaciones Exteriores, embajador en Yugoslavia, Italia, Austria, Chile, Suiza y Reino Unido. Expresidente del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas. Académico de la Lengua.
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Los tiranos tienen tanto poder e imaginación que se crean a sí mismos y desbordan toda ficción. Su poderío es tan inmenso que son capaces de adueñarse de todo, incluso del ‘tiempo’, esa evanescente esencia de la historia. Cierto es que ha habido personajes poderosos y sabios que demostraron su dominio del tiempo, como Julio César que en el año 46 a. C. fijó para su vasto imperio el calendario juliano; o como el papa Gregorio XIII que mediante la bula Inter gravissimas determinó que el jueves 4 de octubre de 1582 sería inmediatamente seguido del viernes 15 de octubre para compensar ciertas inexactitudes acumuladas a lo largo de los siglos; o como Robespierre que estableció que el primer día del año 1792 sería el 22 de septiembre, en lugar del 1º de enero de 1793.
También es verdad que a ciertos hombres poderosos les ha gustado atrapar el tiempo, fraccionarlo y encapsularlo en artefactos extraordinarios, como la célebre clepsidra que el califa de Bagdad, Harún al-Rashid, obsequió a Carlomagno en el año 797: un bellísimo reloj de agua cuyas gotas marcaban el lento y preciso escurrir del tiempo.
Pero Nicolás Maduro, el dictador de Venezuela, ha superado a todos los poderes espirituales y temporales de la tierra que se han metido con el tiempo. En un gesto calculado y rocambolesco, desafiando a los Magos de Oriente, ha decretado que este año la Navidad en su sufrido país se adelantará a octubre, al tiempo de anunciar que el 10 de enero asumirá su tercer mandato, sin que el Consejo Nacional Electoral haya exhibido las pruebas legítimas que avalen su supuesto triunfo electoral. En el imaginario de Maduro, la medición del tiempo es mucho más innovadora que la de los sabios y astrónomos del pasado. El día es 11 horas más largo y los segundos se miden en milímetros. Él mismo declaró en su momento que, cuando conoció al comandante Chávez, no dudó «ni un milímetro de segundo» en someterse a su autoridad, y más tarde, que sus ministros trabajarán 35 horas al día para garantizar la seguridad en la frontera con Colombia.
Los tiranos no solo manejan a su antojo el ‘tiempo’, sino también el ‘espacio’ del desafortunado Estado donde se asientan y enraízan. Si antes la corrupción consistía solo en saquear el dinero público, los déspotas actuales se roban el país entero —no importa el tamaño— con su historia, cultura, paisaje, escuelas, etnias y habitantes, y se lo meten al bolsillo para siempre. La cosa es hacerse con el poder... ¡o recuperarlo como sea, si por un torpe error lo perdieron¡ La corrupción en el mundo ha progresado tan eficaz y rápidamente como la tecnología; unida a la narcopolítica, su avance es imparable. El propio Maduro, al conmemorar los 200 años de la entrada del Libertador a Caracas, se ufanó ante sus sometidos seguidores: «Hoy tenemos millones y millonas de Bolívar».
La historia de América Latina ha sufrido numerosas dictaduras. Debido a ello, la narrativa continental está poblada de tiranuelos y mandamases que han enriquecido por igual la zoología política y su literatura. La gama es amplia: violadores arrechos, arroja cadáveres al mar, rompedores de periódicos y más; pero, hasta ahora, Maduro los ha superado a todos (Rosas, Estradas, Obregones, Trujillos, Machados, Melgarejos y Ortegas). Desde el inicio, su carrera es prodigiosa: hizo pinitos hablando con pajaritos y torturando al idioma, y luego, rápidamente, escaló varios peldaños vaciando las arcas, encarcelando y torturando a sus opositores, torciendo elecciones y engañando incluso a sus obsecuentes mediadores.
Con estos especímenes a la vista, los escritores latinoamericanos no hemos tenido que salir de nuestros países para inventar formas distópicas de supremacía, como lo hicieron Tolkien con los reinos de Endore, o Swift con los dominios de Liliput, Brobdingnag o Laputa. La ‘latino tiranía’ es tan vívida y prolífica que los novelistas nos hemos limitado, prácticamente, a retratar personajes verdaderos en nuestros territorios.
Alcanzar la felicidad de los hombres a través de la política ―de la sana política― es una bien conocida utopía platónica. Una República gobernada por hombres sabios y honestos, con apego a la democracia y a las leyes. A lo largo del tiempo, sin embargo, la realidad ha venido siendo en muchos casos diferente. Poco a poco, gobernantes ambiciosos, narcisistas y corruptos han ido ganando espacio en todo el mundo, reduciendo y estrangulando las libertades y la democracia, pregonando la salvación de los ciudadanos a través de recetas mesiánicas o construcciones estrambóticas, creando con todo ello una distopía posible, es decir, lo contrario de una utopía: la infelicidad o, lo que es peor aún, el engañoso y volátil bienestar de los pueblos.
¿Exageración novelesca? ¡Bueno fuera! Pocos años atrás, Gary Kasparov, secretario general de Human Rights Foundation, tras examinar las estadísticas al respecto, reveló que el «negocio del autoritarismo está en auge» y que ciudadanos de 94 países sufren bajo regímenes no democráticos actualmente controlados por tiranos, monarcas absolutos, juntas militares o regímenes autoritarios competitivos, lo que representa el 53 por ciento de la población mundial. «Estadísticamente, entonces ―concluye―, el autoritarismo es uno de los mayores, si no el mayor desafío que enfrenta la humanidad».
El novelista es un notario, un testigo de su tiempo. Por ello, frente al poder será siempre un ser incómodo, un fisgón y un intruso. No importa. Su compromiso es y será reflejar, a través de la ficción y con el poder de las palabras, las luces y sombras del mundo. Günter Grass tuvo la lucidez de discernir que es la historia la que engaña y la literatura la que dice la verdad, aunque los recursos ficcionales de que se vale una novela puedan ser tan inocentes y lúdicos, en apariencia, como los de la Rebelión en la granja, de Orwell.
¿Qué es una novela, en definitiva, sino una reinvención de la realidad, cualquiera que sea el disfraz o la escenificación con que se proyecte sobre el teatro del mundo? De hecho, el problema del novelista frente al poder se plantea cuando la ficción literaria termina por parecerse a la realidad.
¿Navidades en octubre? ¿Se puede? ¡Por supuesto! Toda dictadura es, en sí misma, una apropiación del tiempo histórico. No en vano, El recurso de método, novela de Alejo Carpentier, inicia con un sostenido tictac del reloj para recordarnos el perpetuo retorno de las dictaduras.
Frente a la hilada de novelas latinoamericanas sobre déspotas y tiranos —algunas de ellas obras maestras, como La fiesta del Chivo, El recurso del método y El señor Presidente— brilla, por contraste, El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez. Triste historia de un combatiente honrado y pobre que espera en vano, en una tórrida barraca de la selva colombiana, sus pensiones jubilares, mientras mantiene sus principios éticos y su dignidad personal incólumes.
Ahora, entre las sombras ominosas de la dictadura de Nicolás Maduro, emerge otro luminoso contraste: la voz poderosa y heroica de María Corina Machado, portando frente al déspota el estandarte de la lucha del noble y valeroso pueblo venezolano por la democracia, la libertad y la esperanza. Estamos con ella.