Columnista invitado
El derecho humano a la cultura
Diplomático y escritor. Exviceministro de Relaciones Exteriores, embajador en Yugoslavia, Italia, Austria, Chile, Suiza y Reino Unido. Expresidente del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas. Académico de la Lengua.
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El reconocimiento de la cultura como «derecho humano» fue resultado de un largo proceso. Antes de que ello ocurriera, la cultura se daba por hecho. Se asumía que todas las personas —unas más, otras menos— disfrutaban de ella.
Este reconocimiento fue una conquista gigantesca. Primero lo hizo la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en 1948; luego el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, en 1966. Al efecto, en su artículo 15, 1, a) el Pacto reconoce que «toda persona tiene derecho a participar en la vida cultural». En 1987, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas consideró necesario «interpretar» el alcance de aquella norma contenida en apenas diez palabras.
Con tal propósito, en calidad de miembro de dicho Comité, recibí el encargo de elaborar, como relator, una propuesta interpretativa, la cual, tras un dilatado proceso de consultas con los Estados y la sociedad civil, fue aprobada en Ginebra en diciembre de 2009 (Comentario General Nº 21, Documento E/C.12/GC/21). Para este trabajo conté, naturalmente, con el valioso apoyo de los colegas del Comité y de personal del Alto Comisionado de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
En la propuesta interpretativa puse de manifiesto que la expresión «vida cultural» denota claramente que la cultura es, por su propia naturaleza, un concepto íntimamente asociado con la vida; que ‘vida’ y ‘cultura’ son conceptos interrelacionados; y que ambos comprenden y reflejan a la vez valores vitales de la sociedad. En este sentido, es dable concebir a la cultura como la «forma de vida» (way of life) de una sociedad determinada frente a sus valores y a su destino histórico.
La cultura es un proceso viviente y evolutivo; tiene pasado, presente y futuro; y manifiesta sus especificidades en diversos contextos geográficos e históricos. A la luz de ello, el concepto de cultura no debe entenderse como una serie de expresiones aisladas o compartimentos estancos, sino como un proceso interactivo a través del cual individuos y comunidades —manteniendo sus particularidades— dan expresión a la cultura de la humanidad. Una concepción semejante tiene en cuenta la individualidad y la alteridad de la cultura como creación y producto social.
Siguiendo este enfoque polifacético, la cultura comprende, entre otras cosas, las formas de vida, los sistemas de religión y creencias, los ritos y ceremonias, el lenguaje y la comunicación no verbal, la literatura escrita y oral, la música, los deportes y actividades lúdicas lícitas, los conocimientos y progresos tecnológicos, el entorno natural y el producido por el ser humano, así como las artes, costumbres y tradiciones, a través de todo lo cual individuos y comunidades expresan su humanidad, el sentido que dan a su existencia y su visión del mundo frente a las fuerzas externas que afectan a sus vidas.
Así pues, lejos de definir la cultura, se optó por señalar algunos de sus principales elementos, al considerar que la cultura, por su propia naturaleza, no puede ser reducida a una fórmula semántica. Además, desde un punto de vista estratégico, cualquier intento de definir la cultura en una organización internacional en la que se encuentran representadas diferentes posturas religiosas, tradiciones, costumbres y valores propios de diversidad del mundo, hubiera dificultado enormemente el consenso necesario.
Un logro importante fue el reconocimiento del derecho de los pueblos indígenas a participar en la vida cultural, ya que en ciertos ámbitos europeístas prevalecía la opinión de que los derechos humanos eran de naturaleza «individual». Al reconocer que los derechos culturales son individuales y colectivos, este carácter se extendió también a las minorías.
Esto lleva a la «diversidad», la cual plantea la necesidad de aceptar la coexistencia de diferentes experiencias humanas, así como la noción de que la cultura es un principio generador y regenerador de la sociedad humana. Si bien se deben tener en cuenta las particularidades nacionales y regionales, así como los diversos entornos históricos, culturales y religiosos, existe la obligación de promover y proteger «todos» los derechos humanos y las libertades fundamentales. Por lo tanto, nadie puede invocar la diversidad cultural para vulnerar los derechos humanos garantizados por el derecho internacional. En otras palabras, las especificidades culturales no pueden ser una justificación para el «relativismo cultural», el cual socava el sistema de valores comunes de los derechos humanos, base de la comunidad internacional y de la familia humana.
Por lo demás, se dejó en claro que «la cultura refleja y configura los valores de bienestar» (wellbeing) de la vida social de individuos y comunidades. Por consiguiente, la expresión «práctica cultural» debe utilizarse solo para referirse a aquellas que transmiten los valores de una cultura y que promueven el bienestar general de la sociedad democrática.
En conclusión, aunque los Estados son los principales responsables de su cumplimiento, «todos» los miembros de la sociedad tienen obligaciones correlativas para la realización efectiva del derecho de toda persona a participar en la vida cultural.
Defender los derechos humanos es defender la cultura, las libertades, la alteridad, las diferentes expresiones culturales y el espíritu crítico propio del arte, siempre y cuando no conlleve la vulneración de otro derecho humano.
Espero que estas líneas aporten una mejor comprensión de los derechos culturales y de su enorme potencial para, en la diversidad, propiciar el respeto mutuo y el continuo enriquecimiento de nuestra cultura.