Punto de fuga
La vida (privada) de los otros
Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.
Actualizada:
Extraño la vida privada. No la mía, sino la de los otros. La de todos ustedes. De unos años para acá me siento en la piel de Gerd Wiesler, el inolvidable protagonista de la película alemana ‘La vida de los otros’ (2006). Y es una sensación horrenda, no solo porque es indeseada, sino porque me ha dado la oportunidad de mirar de cerca ciertas almas. No lo recomiendo.
Wiesler es un miembro ejemplar de la Stasi, que termina malogrando su carrera como informante estatal en la opresiva República Democrática Alemana cuando le encargan espiar a un famoso dramaturgo y a su novia actriz. Por si acaso no hayan visto la película, no les cuento más. Es muy buena. Pero sí les voy a pasar este dato curioso: en la vida real, al momento en que cayó el Muro de Berlín, había alrededor de 300.000 informantes en Alemania Oriental, 200.000 de ellos ejercían este papel de manera informal, casualmente; los otros 100.000 eran como Gerd, espías de carrera.
Lo que a los regímenes autoritarios y totalitarios les ha costado sangre, sudor y lágrimas construir y mantener durante décadas, al capitalismo digital salvaje le ha costado poco o nada. Es más, le pagamos para que saquee toda nuestra información; estamos a su mandar alimentando sus siniestros algoritmos sin conciencia ni pudor, creyendo que saldremos indemnes. ¡Qué equivocación!
En todo caso, allá cada uno con sus elecciones. El problema es que en esa deriva van arrasando con todo, causando un sinnúmero de daños colaterales a personas a las que, como a mí, les importa un pepino su vida privada, y sus creencias más profundas también.
Yo era feliz cuando no tenía tan claro a qué dios le rezaban mis conocidos (en esa época en la que no era bombardeada con bendiciones y estampitas en distintas redes sociales). Tampoco sabía si iban o no a retiros espirituales, si creían que la Pepsi está hecha con fetos, etc. Desde que lo sé, ha disminuido mi calidad de vida.
Lo mismo me pasa con los fanáticos laicos que han sabido tenerme rodeada. Yo antes, porque había conversado con ellos o con alguien que los conocía, sabía que habían votado por mengano o por sutana; que apoyaban tal o cual ley; que eran devotos del Che o de Pinochet. Pero no mucho más. Era una delicia vivir en ese tipo de ignorancia.
Sobre todo, no tenía que bancármelos dictando cátedra sobre sus convicciones en cada esquina digital que doblo. Ya tengo terror de encontrármelos, pero es inevitable. Habrá quien piense: no entres a las redes sociales y listo. Es que no es que entro, es que llegan hasta mi WhatsApp (así como los mormones que llegan a tocar la puerta) y me bendicen, me cuentan qué piensan de esto y de aquello. Y yo, con cara de póker. Sin saber bien qué decir.
Lo de saber qué comen, qué compran, dónde y con quién están los 365 días del año es realmente agotador. Porque créanme que vivo perfectamente bien sin saberlo. Su vida privada no solo es preciosa/sagrada para ustedes (o debería serlo) sino sobre todo para mí (protéjanla, no me la cuenten).
Bueno, ya, les acepto que me cuenten lo que comen, con quién comen, cómo y con quién duermen (también con quién dejaron de dormir). Pero lo que creen o lo que piensan, y peor, lo que defienden con una vehemencia merecedora de causas más nobles la mayoría de las veces, les juro que preferiría ignorarlo. Viviría más tranquila así, sin saber de quiénes vivo rodeada. Saberlo me hace sentirme sitiada, desubicada. Infeliz.
Si algún rato recapacitan y recuperan su vida privada, les quedaré eternamente agradecida.