Punto de fuga
Las mujeres de mi vida

Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.
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Pierdan cuidado, lectoras, no voy a desearles feliz día. Sé que el Día Internacional de la Mujer es una conmemoración que aboga por la lucha incansable para que todas las mujeres tengan todos los derechos. Pero, pierdan cuidado nuevamente, tampoco vengo a aleccionar a nadie ni a sonar a boletín de prensa de ONG o, peor aún, de ministerio. Lo que quiero hacer es recordar —o sea, volver a hacer pasar por mi corazón— a varias mujeres que han hecho que mi vida haya sido y siga siendo buena. Aquí va mi lista abreviada —ustedes también pueden hacer la suya.
A la cabeza va mi mamá, la persona más fuerte que conozco. Ella es quien me enseñó todo lo que vale la pena aprender: el respeto a rajatabla por el otro (quienquiera que sea), la compasión y la voluntad de comprensión antes que la compulsión del juzgamiento. No me lo ha dicho nunca, pero me ha demostrado que no importa lo que pase, incluso que el mundo se venga encima de uno (como le ha pasado más de un par de veces a ella) y se puede continuar con valentía y entusiasmo. Siempre haciendo lo que es correcto, además. Lo que no me ha podido enseñar, eso sí, es cómo verse super bien a través de las décadas sin cambiar nunca de corte de pelo, como hace ella; bueno, es que todo no se puede.
Si aún viviera, hoy llamaría a mi abuelita Rosita para agradecerle de rodillas la fe que tuvo en mí desde el minuto cero. Fue ella quien me reconoció primero como ser pensante y se empeñó desde mis primeros días de vida —cuando ayudaba a mis novatos padres a criarme— en que yo fuera inteligente. No que fuera bonita ni que fuera hacendosa o que fuera buena u obediente. Que fuera inteligente. Para que eso pasara, ella cocinaba una poción mágica también conocida como caldo de pichón, y con eso se aseguraba de potenciar mi inteligencia. Esa entrega y esa fe suyas fueron mi alimento primordial.
Como buena integrante de familia numerosa, tengo en mi haber un puñado de tías de película y un rosario de primas que han hecho mi vida más alegre y completa. Con esas tías casi madres de lado materno y paterno, siempre me he sentido querida, cuidada y, sobre todo, consentida. Y junto a mis primas, sobre todo mis primas gemelas, de quienes he sido desde que tengo uso de razón una especie de trilliza, aprendí el sentido de la hermandad femenina (la sororidad tan de moda ahora, pero que me sigue chirriando un poco como palabra aunque no como concepto; cuestión de preferencias fonéticas).
Soy suertuda, sin duda, por haber compartido hasta ahora mi vida con todas esas mujeres que acabo de nombrar, pero también por haberme encontrado con la antítesis de la madrasta. La Ceci, una mujer generosa como nadie. Paciente como pocos y alegre, siempre alegre. Una fiel creyente y practicante de esa idea utópica y bonita que es la familia escogida. Ella nos escogió a mí y a mis hermanos el día que decidió casarse con mi papá. Y es un regalo que nos dio la vida.
Otro regalo han sido las amigas de todas las edades que tengo. Mis amigas que pudieron ser mis abuelas (y que ya no están para abrazarlas), pero tenían una vena jovial incombustible; mis amigas que tienen la edad de mi mamá o casi, pero a las que no veo para nada como señoras —siendo que yo misma ya soy una señora; selectividad comprensiva que llaman. O mis amigas contemporáneas, entre ellas la más especial es C, que siempre me alucina con su curiosidad, sus planes y sus talentos: tan capaz de planificar y diseñar 500 uniformes para una empresa, como cortarse el pelo con estilo perfecto, lanzarse a viajar seis meses por Asia sin hablar ninguno de los idiomas de ese continente o construir su propia cama. Y también las amigas bastante menores a mí, quienes me mantienen conectada a la idea de la juventud y la lozanía mental y física.
No quiero dejar de mencionar a mis suegras (he tenido tres; dos con papeles y una sin). Todas, mujeres generosas que me acogieron en sus familias con bondad y hospitalidad maternales. Un lujo por donde se lo vea. Y estoy eternamente agradecida.
Pero las mujeres de mi vida no son solo aquellas a las que he conocido en persona. También están esas que viven solo en mi cabeza a través de su obra, ya sea hecha con palabras o con otros materiales. Con su mente deslumbrante y sus palabras exactas, Margarite Yourcenar es una de ellas; y de unos años para acá, también lo está siendo Joan Didion, por la misma razón. Otra cuya obra en prosa y poesía me convoca es Piedad Bonnett, esa fantástica escritora colombiana. O las artistas plásticas a las que investigué y que me ayudaron a comprender cómo se dio la inserción de algunas mujeres en el mundo del arte en los años treinta del siglo XX, en el Ecuador: Alba Calderón, Germania Paz y Miño y Piedad Paredes. Conocerlas, a través de los archivos, de sus obras y de sus familiares, ha sido una de las aventuras más gratificantes de mi carrera.
En esta vuelta por los confines del conocimiento, obviamente vienen a mi cabeza mis profesoras. Desde la Tía Mechas (como nos decía que le digamos) que me inculcó una pasión poco común en una niña de cinco años por ir al kínder, pasando por la señorita Yolanda que me enseñó a leer y a escribir, más mis profesoras de la universidad, o la de danza contemporánea devenida en amiga queridísima, hasta llegar a mi tutora de tesis de maestría, Trinidad Pérez, una acompañante erudita y paciente en mis pininos en la investigación en Historia.
Podría seguir hablando por horas pero les dejo para que hagan ustedes su lista. Y a cada mujer que me ha dado una mano de cualquier manera, que me ha disculpado por algo que yo haya hecho o dicho y que la lastimó, que me haya escuchado y comprendido, quiero darle las gracias también. De todas he aprendido y me he beneficiado. Qué sería de mí sin su generosidad, su talento, su valentía y su inteligencia.