Punto de fuga
El hábito de agradecer
Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.
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En Estados Unidos acabamos de celebrar Thanksgiving, o día de Acción de Gracias, si quieren ponerse castizos. Este país tendrá muchas cosas odiosas y/o incomprensibles, varias de ellas derivadas de o asociadas a la práctica del capitalismo salvaje que aquí corre suelto haciendo destrozos varios (como, por ejemplo, el desperdicio de 316 millones de libras de comida que la organización RedFED ha calculado que se daría a causa de los festejos solo del jueves), pero también tiene sus puntos altos. Para mí, entre ellos se cuenta el Thanksgiving, no como fiesta en sí, sino como idea de vida: sentir gratitud y demostrarla.
Lo contrario a la gratitud más que la ingratitud me parece que es el merecimiento (yo sé que el diccionario no recoge las palabras merecimiento ni merecido en el sentido que les estoy dando, pero ustedes me van a entender). De alguna manera, el hecho de ser merecido o merecida, es decir, creer que uno se lo merece todo, haya o no movido un dedo para merecerlo, contiene sus trazas de ingratitud, pero va mucho más allá. Y el merecimiento es algo de lo que se padece mucho en este país también, pero eso es materia de otro artículo que se podría titular: Tú y tus problemas de primer mundo.
Ser merecido implica una forma horrible —casi violenta— de ser y estar. Porque para el merecido o la merecida no existe nadie más a su alrededor y quizás crean, como decían los antiguos hacendados, que, hasta donde les alcance la vista, todo les pertenece y pueden hacer con ello lo que quieran (personas incluidas). Lo contrario es tener conciencia y humildad suficientes para entender que se es parte de un entorno social, natural, económico, cultural… Y que porque hemos sido cobijados, nutridos, cuidados somos quienes somos y, por lo tanto, estamos en deuda.
Esa conciencia, una vez hecha carne, se alimenta del sentimiento de gratitud al mismo tiempo que lo reproduce. La gratitud, entonces, vendría a ser una manifestación humilde, no aspaventosa, de la felicidad. Pero no una gratitud boba, inconsciente, vacua, de manual de autoayuda. Para practicar la gratitud no se requiere estar ciego, sordo y mudo ni ser indiferente ante las injusticias y desgracias a nuestro alrededor.
Uno puede ser grato y, al mismo tiempo, exigir que la sociedad, la familia, la empresa, la pareja (inserten aquí su institución de preferencia) sea mejor. Agradecer y exigir no son verbos excluyentes en un ambiente democrático y libre. Y cuando digo exigir, también estoy diciendo que hay que trabajar para que lo que tenga que cambiar, cambie. Mientras estamos en esa lucha, podemos agradecer por todo lo que está bien en nuestras vidas, no como un acto de evasión, sino como la práctica de un hábito que es tan beneficioso como justo, con nosotros y con los demás.
Esta semana, he estado dándole las vueltas a esta idea por obvias razones de mi entorno inmediato. Sin embargo, nunca me ha sido ajena. Gracias a un hábito inculcado tempranamente en mi casa, cada día agradezco esa red enorme de afectos y oportunidades que me mantienen conectada al cordón umbilical de la vida.
El jueves pasado también lo hice, esta vez en voz alta, acogiéndome a una costumbre nueva, ajena si se quiere, frente a una mesa generosa y con una copa de vino en la mano. La gratitud es poderosa, regenerativa, comprometida con los otros, genera lazos, alivia dolores... Practíquenla cuando puedan; se van a sentir mejor. Y sigan exigiendo (trabajando para) que lo que está mal cambie, para algún día tener que agradecer por ese cambio también.