Punto de fuga
Esperanza
Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.
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Un traje de baño empacado y nunca utilizado —o el 99,9% de las veces sin utilizar— es el símbolo de mi esperanza. Qué otra cosa puede ser entonces tener casi la certeza de que algo no pasará (en este caso, que haya una piscina cerca o tener tiempo para disfrutarla) y, sin embargo, estar lista para que pase, deseando que se abra una rendijita, que algo cambie en el itinerario y, ¡zas!, poder darme un chapuzón. Casi nunca pasa, pero igual yo estoy lista, anhelante.
Por esa misma razón, tengo tendencia a volver a enamorarme, sin importar lo que me haya pasado. Y tengo edad para que ya me haya pasado de todo. Pero ahí estoy, presta a la sonrisa, al abrazo, a las primeras confidencias, a las conversaciones eternas, a la ilusión… y en alegre actitud suicida me vuelvo a enamorar. El enamoramiento nunca defrauda, siempre es hermoso. Y, a veces, doloroso también. Pero inequívocamente habrá valido la pena. Además, siempre queda la esperanza de que habrá más enamoramientos y, mejor aún, un nuevo amor verdadero.
Sin esperanza nada de esto sería posible. Hay que creer, pero también hacer que las cosas pasen. Me funciona un poco mal con lo del traje de baño, que permanece seco durante meses ya sea en un cajón o en una maleta. Pero con el amor, no; ahí me va mejor. Hace ocho años me volví a enamorar y sigue siendo hermoso, emocionante. Todo sigue valiendo la pena. Gracias a ese enamoramiento hoy convertido en amor, me siento la pesimista más optimista y esperanzada del mundo.
Hay una frase popular que dice que un pesimista es un optimista bien informado. Por defecto de profesión, me he habituado a estar permanentemente informada (necesito estarlo) y sé que hay pocos motivos para la esperanza, especialmente en los dos países que me conciernen: el de origen y el de residencia actual. Pero contra todo pronóstico mi temperamento enamoradizo y esperanzado hace que tienda a seguir esperando que algo bueno pase, que algo cambie, que sí sea cierto que se puede ser feliz colectivamente. O, aunque sea, vivir tranquilo.
Pero el optimismo y la esperanza son fútiles (hasta dañinos, porque se vuelven sentimientos bobos, que dependen del pensamiento mágico) si no se acompañan de acción, individual y colectiva. De eso no me olvido nunca, porque mi Pepe Grillo personal, sin importar cuánta esperanza me embargue, no me deja despistarme.
Todavía nos quedan 11 meses del 2025 para acompañar nuestras esperanzas con hechos, con decisiones, con rectificaciones para que nuestros anhelos se cumplan. Ojalá no sean solo sueños individuales, sino colectivos. El 9 de febrero, por ejemplo, tenemos una oportunidad única, para ejercer nuestra esperanza responsablemente.
Y aunque, como ya dije unas líneas más arriba, hay pocas razones para la esperanza en tiempos como los actuales, yo no quiero perderla ni dejar que el desencanto me hiele las ideas y el alma. Por eso volveré a votar por quien creo que lo puede hacer mejor (no perfectamente, pero con buena fe y conocimiento de causa). Por eso también en mi próximo viaje (a donde sea) empacaré nuevamente mi traje de baño. Porque, ya saben, no hay peor gestión que la que no se hace.