Punto de fuga
Cuidar el voto como a la vida
Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.
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El desasosiego ya es de todos. Que alguien imprima camisetas con este eslogan -remedo de otro peor- y las venda por internet. Se la comprarían en todos lados, porque casi no hay país al que se regrese a ver que no esté en algún tipo de crisis. Muchas de esas crisis se enmarcan en contextos electorales. Por eso, si una palabra (es decir, un concepto) merece ser la palabra del año, definitivamente tendría que ser: voto.
Para cuando termine 2024, 50 países habrán celebrado elecciones presidenciales. Y esos cientos de millones de votos, ejercidos o no -y en el caso de los ejercidos, con mayor o menor conocimiento de causa y criterio-, definirán el mundo a corto, mediano y largo plazo en el que nos tocará vivir a todos, hayamos votado o no.
Los tres contextos electorales presidenciales que más presentes tengo y más cerca siento, son los que creo que ponen en toda su dimensión la importancia del voto, ese derecho tantas veces maltratado, que solo se sabe lo que vale cuando se lo pierde (se los dice una migrante que no puede votar en el país donde paga impuestos y de cuyas políticas depende su vida y la de medio mundo, literalmente).
En Estados Unidos, como en muchos otros países, el voto no es obligatorio. Y si bien no tengo una postura definitiva sobre la obligatoriedad del voto (a veces la apoyo, pero la mayoría de las veces dudo), me ha resultado descorazonador ver de cerca cómo esa facultad genera un desapego emocional y cívico respecto de las decisiones políticas y económicas que hacen o deshacen la vida de todos.
Esa desconexión no es inocua. Tengo compañeros de trabajo que, ya entrados en sus 40 años, nunca han votado por nadie, no saben quién es el alcalde de la ciudad donde viven, pero, eso sí, se quejan y se indignan por las condiciones de la vida real, que les toca afrontar, por las decisiones tomadas por esos políticos, por los que dejaron que unos pocos votaran. Quieren todos los derechos, ninguna de las responsabilidades.
Enfrentada a la pregunta de qué le parece que Kamala Harris haya reemplazado a Joe Biden como candidata demócrata, una buena parte contesta que no sabe, que no le importa mucho. Consultada sobre qué le parece la dupla Trump-Vance, otra buena parte de gente dice que son impresentables y que no quiere ni imaginarse qué pasaría si ganan.
¿Van a hacer algo con relación a ambas candidaturas? No saben, lo más es seguro es que no vayan a votar. ¿Por qué? Porque no están entusiasmados, porque no están informados. No se les ocurre que se pueden informar para ver si se entusiasman y dejan el papel pasivo y quejumbroso de ciudadanos desvalidos. Tienen un arma poderosísima a su disposición: su voto. Pero deciden no usarla. Descorazonador.
Históricamente, en Estados Unidos los que eligen quién gobierna, y cómo, rondan la mitad de la población elegible para votar. Solo en la elección presidencial de 2020 la concurrencia subió de forma importante a un 66%; en las elecciones anterior y posterior a ésta votaron solo el 49 y 46 por ciento de votantes posibles, respectivamente.
Ojalá no llegue el día en que quieran votar y no puedan. O que ya no tengan necesidad de votar porque ya no habrá elecciones, como pareció sugerir Trump en uno de sus mitines de campaña en el que dijo que si votan por él en 2024 ya no tendrán que salir a votar nunca más. Se van a salvar del engorroso trámite. ¿Qué habrá querido decir?
Se les puede preguntar a los chinos o a los cubanos. O a los venezolanos, y así entro en el segundo escenario electoral que no me deja dormir.
Formalmente, tanto Cuba como China tienen elecciones, lo que no tienen es entre quién elegir. En los sistemas con partido único da igual por quién se vote, siempre gana el mismo. Y si se permite que Maduro se salga con la suya y se eternice en el poder, en lugar de aparecer 13 veces en una papeleta con 38 casilleros y otros nueve candidatos en competencia, ya aparecerá solo o de plano no volverá a permitir que se celebre una elección nunca más.
Si 20 o 15 años atrás este escenario hubiera parecido imposible, una mala broma, para cualquier venezolano de a pie, hoy es más que probable. Quizá tarde, muchos se han dado cuenta de lo que vale su voto, por eso no son pocos los que están dando su vida para defenderlo. Parece nada, un trámite odioso para muchos, pero cuando se lo pierde resulta que puede ser todo. Un voto libre puede ser la diferencia entre una vida vivida de pie o una vivida de rodillas.
Viéndonos en ese espejo, que no es lejano, que ahora parece improbable, pero que no es imposible, los ecuatorianos deberíamos tener la voluntad -el instinto de supervivencia- de hacernos cargo de lo que nos toca: inteligenciarnos y formar un criterio que nos permita votar más allá de con las tripas o con pereza -no sé qué es peor-. Es cierto que las opciones que nos dan no ayudan, pero hay que sobreponerse y sacar al país del pantano en el que está como sea.
Tenemos hasta febrero del próximo año para tomar decisiones sensatas, meditadas (incluso en medio del estruendo tiktokero); para refrescar la memoria y acordarnos de lo que ya nos pasó y no queremos que vuelva a pasar; para afilar la esperanza, pero no como pensamiento mágico, sino como ejercicio de responsabilidad con un país que tiene que funcionar de forma justa para todos.
Solo si cuidamos a quién le damos nuestro voto, podremos asegurarnos de que no tendremos después que jugarnos la vida para defenderlo. Perdón por la cantaleta, pero hay que cuidar el voto como a la vida misma. No tenemos otra opción.