Punto de fuga
Postales del subdesarrollo
Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.
Actualizada:
No van a encontrar aquí las imágenes poéticas de la película de Tomás Gutiérrez Alea (‘Memorias del subdesarrollo’, 1968), cuyo título he parafraseado para apenas esbozar en unos pocos flashbacks mi experiencia de las últimas dos semanas que estuve de paso por Quito. Tampoco reflexiones sesudas sobre la gran política ni monólogos filosóficos al estilo de los que Sergio (el protagonista de ‘Memorias…’) va hilvanando en la película. Lo que van a leer a continuación es más simple, prosaico; es un breve cuaderno de bitácora de 15 días de angustias y desencanto.
Postal #1:
Calles evisceradas por donde se mire, como si se tratara de una masacre. Obstáculos y zanjas que hacen imposible que nadie pueda moverse a más de 15 kilómetros por hora (yendo en auto) por las calles del centro norte de Quito. Alguien tuvo la genial idea de destripar esa zona de la ciudad por todos lados a la vez, sin poner un letrero que avise que más adelante no hay paso o que hay trabajos en marcha. La gente maldice y no tiene otra opción más que padecer los efectos de la demencia y crueldad de un funcionario que la obliga a tratar de trasladarse en esas condiciones, a las que se suman los semáforos apagados por falta de electricidad. El caos es total. La frustración también. Nadie rinde cuentas. Nadie se hace cargo.
Postal #2:
Trámite obligatorio en La Mariscal. Territorio zombi que produce escalofríos. Toda en los huesos, esta zona que ha conocido épocas más felices es ahora un desierto de puertas Lanfor cerradas (y grafiteadas), donde unos pocos se buscan la vida cobrando por el parqueo a los avezados que se atreven a asomar la nariz por allí -sea de día o de noche-; ya no hay hora buena para transitar por La Mariscal. La perdimos (¿definitivamente?).
Postal #3:
El olor omnipresente del diésel quemado que me irrita las fosas nasales, hasta hacerlas sangrar, y contamina no solo mi cuerpo sino mi experiencia de la ciudad. Si alguna de las ventanas del departamento queda abierta -descuido imperdonable- no tardan en aparecer el mareo y la sensación de que tengo la nariz conectada a un tubo de escape.
Postal #4:
Madre septuagenaria, hija cincuentona, en maratón por medio Quito buscando una lampara LED (agotadas) que alivie la tortura de la oscuridad y la vida suspendida por las noches y, sobre todo, que evite la desgracia de la vela caída y el conato de incendio.
Postal #5:
Tráfico insufrible. Radiación solar en los 14 puntos. Y la radio tortura a sus oyentes -que no pueden ir a ninguna parte porque están atrapados en uno de los cientos de trancones que se arman en la ciudad ya a cualquier hora- con la emisión cada cinco minutos de propaganda gubernamental que reza así: “El nuevo Ecuador resuelve” o “Nunca un gobierno se ha arriesgado a tanto”. En el mismo trancón hay tiempo para preguntarse: Qué, a quién, cuándo, dónde el gobierno ha resuelto algo. Porque donde yo estuve, mientras estuve y con quienes estuve nunca fuimos testigos de nada que se haya resuelto. Al contrario, todo iba a peor. De las 8 horas de cortes de electricidad pasamos a 14 horas sin que nada pudiera hacerse para detener la debacle.
Postal #6:
Mensajes de WhatsApp en los que la primera pregunta es “¿tienes luz?”. Seguida de alguna minucia a la que a su vez le sigue otra pregunta: “¿a qué hora se te va la luz?”, o “¿a qué hora vuelve?”. Eternos y pacientes esperadores ya no de Godot sino de la luz.
Postal #7:
Una choripaneada con amigos siempre extrañados, iluminada por velas, mini lámparas LED y las brasas del carbón, porque no se puede seguir postergando la vida, los planes. Luego, el terror de salir a jugarse el físico en esa cueva oscura que es la calle, y contar con el favor de todos los dioses para llegar entera a la casa.
Postal #8:
Una cena para 6 que se convierte en cena para 4 porque la última pareja en llegar ya no encuentra parqueadero cerca del guardia. No puede arriesgarse a dejar su carro -que es la herramienta de trabajo de uno de los esposos- en la oscuridad, a merced de los asaltantes. Ya les han robado dos veces antes; no les da la psiquis ni el bolsillo para más.
Postal #9:
Tababela, medianoche, domingo. Aeropuerto lleno de gente que no viaja, es decir, de familiares de viajantes con boleto de ida únicamente. En el cuerpo se les nota que han viajado varias horas antes de atiborrar la sala para despedir a quien emprende un viaje, que es más una lotería. La expresión nerviosa, algo incrédula de lo que está a punto de pasar, muestra que saben que quizás sea la última vez que vean a quien van a despedir, si no la última vez en la vida, la última en mucho tiempo. Pero no lloran, talvez porque saben que hay un chance de que les vaya bien; uno. Y que si se quedan, en cambio, hay muchos más de que el subdesarrollo se los termine de tragar.