Punto de fuga
El derecho a renunciar
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Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.
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“The saddle is always available” (el asiento está siempre disponible) es parte del repertorio de la filosofía de gimnasio que tan tentadoramente se antoja traducir a la vida cuando ya uno se ha bajado de la bicicleta estática (empapada y exhausta). Uno debería optar por esta opción cuando no da más, cuando se siente incapaz (de respirar o de pedalear medio centímetro más); ahí es cuando uno renuncia a seguir y se sienta. Contra toda lógica, lo más común es no lo hagamos, que sigamos, con el corazón y las piernas pidiendo clemencia (y secretamente queriendo ahorcar a la instructora). ¿Pero por qué uno no se sienta aunque no esté en condiciones de seguir? Porque alguien —no se sabe muy bien quién— nos enseñó que aunque se puede renunciar, no se debe. ¿Será?
Hablo de eso que se siente cuando entran las ganas de hacer mutis por el foro. De salir de escena, y que solo sea cuestión de programar un fundido a negro. Pasará algún día de forma irreversible —ojalá no de manera trágica ni dolorosa. Ya no estaremos, la vida habrá renunciado a seguir dándonos su aliento y habremos sido. Pero esa es otra conversación (una que ni de lejos quiero tener).
Ahora me refiero a retiradas menos rotundas, más de ciertas cosas. De renuncias mínimas (que igual para nosotros pueden significar el mundo) que cambiarían las coordenadas de nuestras vidas, privadas y colectivas, quién sabe.
Qué tal renunciar a votar, por ejemplo. ¿Tengo derecho? ¿Me da el coraje para hacerlo? ¿Me puedo levantar mañana y decidir no ir a votar? Como ecuatoriana que vive en el extranjero no estoy obligada a votar. De hecho, conozco personas que —razonando como economistas— dirían que no hará ninguna diferencia en la vida del país que yo mañana me quede en la cama, o me vaya al parque o me siente a leer ese libro que debo terminar para escribir un artículo que tengo pendiente y, olímpicamente, no vaya a votar.
El cansancio mental y espiritual es tanto que la idea es más que tentadora, y parece casi la única escapatoria a este padecimiento que se está volviendo ser ecuatoriana. El panorama es tan desalentador que ¿por qué debería seguir? ¿Por qué no puedo dejar de pedalear y sentarme o, de plano, bajarme de la bicicleta? Viendo al 99% de los binomios dan ganas no solo de no votar sino de cambiarse de nacionalidad; de renunciar a mi ecuatorianidad (ese último gesto de desconexión patriótica que no pocos han intentado en cuanto consulado ecuatoriano haya en Estados Unidos, pero por razones distintas a la decepción política, moral o social; al menos, la mayoría).
Conociéndome, sé que no me voy a bajar de la bicicleta, que voy a seguir pedaleando, aunque no pueda más. Traducción: voy a ir a votar. Aunque por vivir en el exterior no esté obligada a hacerlo.
Hay más de 17 millones de ecuatorianos que necesitan de mi voto. Y en realidad que necesitan de todos esos votos únicos que, como el mío, supuestamente no importan —si se razona como economista. Me (nos) toca votar, no puedo (podemos) y no quiero renunciar al país. Ecuador tiene que encontrar la salida, tomando la vía contraria a la de los corruptos y la corrupción (que se manifiestan a todo nivel, desde en los escolares extorsionadores hasta en los grandes chanchullos y negociados con plata pública). Mientras no encontremos el camino correcto, nadie se puede sentar, peor bajarse de la bicicleta. Conclusión: no, no tenemos derecho a renunciar. Sigan pedaleando.