Tablilla de cera
Navidad feliz (y en paz) en familia
Escritor, periodista y editor; académico de la Lengua y de la Historia; politico y profesor universitario. Fue vicealcalde de Quito y embajador en Colombia.
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Tengo un amigo que odia estas fechas. Es un colega periodista y aunque ya no trabajamos juntos, sé que odia la Navidad. ¿O le cambiaron los nietos? Porque ellos nos cambian en muchas cosas, nos brindan tanto amor que nos suavizan el alma. No le he podido preguntar cómo anda su relación con las fiestas, pero desde aquí le deseo una feliz Navidad con sus nietos.
Mi caso es diferente: amo la Navidad, no solo por el hermoso recuerdo de las navidades de niño, que se convirtieron de adolescente en complicidad con mis padres para hacer la felicidad de mis hermanos menores y, luego, las de mi propia familia, al compartir mi vida con otra entusiasta de la Navidad como es mi mujer.
Son inolvidables muchas de ellas: las primeras de casados o la primera durante nuestros estudios en Holanda, cuando la Normi estaba en cinta y estaba creciendo su pancita, que la pasamos en París, donde la Nochebuena fuimos a ver la “crèche vivante” (el pesebre viviente) frente a Notre Dame.
En Francia, la tradición de la "crèche vivante" se celebra de manera especial. La que vimos esa Nochebuena de 1975 incluía a los personajes tradicionales de la Natividad: María, José, el Niño Jesús, los pastores, los Reyes Magos, los ángeles, representados por personas muy bien caracterizadas. Completaban la escena un magnífico buey y una mula vivos que, mansos y gigantescos, echaban grandes bocanadas de vapor al respirar en medio de la fría noche.
Aquella noche fue inolvidable porque, además, oímos la misa del gallo en Notre Dame y, al salir al metro, pasamos por una feria de Navidad, frente a la alcaldía, donde se vendían productos artesanales, alimentos tradicionales y decoraciones navideñas.
Por cierto, uno de los puestos feriales era de Provenza, que se empeñaba en mostrar sus personajes típicos de los pesebres vivientes tradicionales de la región, como el tamborilero ("tambourinaire"), la vendedora de lavanda y otros.
Luego, corrimos al metro para dirigirnos a la Gare de Lyon a tomar un tren de madrugada para Barcelona, que se llenó de trabajadores españoles migrantes que regresaban a sus casas para Navidad. Estoy hablando de hace 50 años y la mano de obra barata en Europa no era la de árabes o sudacas sino de los españoles.
El tren iba lleno de gente alegre, que compartió con nosotros pan, chorizo, vino y queso.
Fue allí que oímos a un trabajador decir algo que tuvimos que disimular con esfuerzo para no estallar de la risa. Mientras repartía el queso, que cortaba con una gran navaja de bolsillo, dijo, muy convencido:
—Que los franceses digan al pan, “pain”, pase. Que digan al vino, “vin”, pase. Pero que al queso, que a todas luces es queso, le digan “fromage”, ¡eso sí que no puede aceptarse!
La siguiente Navidad ya tuvimos nuestra hija, y la pasamos en La Haya, Holanda, mientras afuera los canales se helaron (lo que no había pasado el invierno anterior). Esta vez, la gente patinaba en los canales, deslizándose, felices, con sus bufandas rojas flotando en el viento, como en un cuadro costumbrista del siglo XVII.
Nuestra hijita tuvo sus primeros regalos de Navidad. Pero, no; me equivoco. Los primeros llegaron el 6 de diciembre, pero no por ser día de Quito, sino porque la noche anterior llega Sinterklas, San Nicolás, no vestido como Papá Noel, una caricatura de la mercadotecnia de la Coca Cola, sino como un verdadero obispo, acompañado de dos criados, uno de ellos el Zwarte Piet, el Negro Pedro, que le ayuda a repartir caramelos en los desfiles.
Sinterklas ha llegado unos días antes en barco, supuestamente desde España, un gran desembarco desde un velero que se televisa a todo el país. Luego hay desfiles con Sinterklas y sus ayudantes en todas las ciudades, en los que reparten regalitos y dulces a los niños.
Todavía la figura de Zwarte Piet no despertaba en aquellos años la controversia que ha habido en este siglo, aduciendo que es un estereotipo racial y debe ser suprimido. Por ello, algunas ciudades y desfiles han introducido en los últimos años versiones alternativas como "Soot Piet" o "Roetveeg Piet," con caras manchadas de hollín en lugar de pintadas de negro.
Siguiendo la costumbre holandesa, habíamos dejado el 5 de diciembre por la noche los escarpines de nuestra hija cerca de la chimenea, junto con una zanahoria para el caballo de Sinterklaas, y claro que le dejó dulces y pequeños regalos que abrimos con ella a la mañana siguiente.
Entre esos dulces estaban las pepernoten (pequeñas galletas especiadas), chocolateletters (letras de chocolate), y el nunca bien alabado marzipan.
Cada Navidad es inolvidable, pero algunas tienen algo especial, como la que pasamos en Speyer, en la zona de Renania-Palatinado, en Alemania, donde Claudia y Reiner Hübner, familia de intercambio de verano de nuestra hija en secundaria, que nos invitaron tres años después a pasar Navidades con ellos, en una atmósfera mágica y acogedora.
Esta sí fue de verdad una Navidad blanca, con todo cubierto de nieve. También allí fuimos a los mercados navideños, una tradición que se remonta a la Edad Media, combatimos el frío con el Glühwein, el vino caliente típico de esos mercados (y que lo preparan con azúcar y especias como canela, clavo y anís estrellado), y deliciosas comidas como las bratwurst y las lebkuchen, las galletas de jengibre que se volvieron parte indispensable de nuestras Navidades para siempre (y que las traía a su tienda navideña del CCNU la siempre amable Ulrike Kotte, quien falleció este año).
Allí también vimos por primera vez el calendario de Adviento (Adventskalender), una caja con ventanitas que se abren cada día del 1 al 24 de diciembre, revelando pequeñas sorpresas como chocolates o juguetes, y la corona de Adviento (Adventskranz), que ahora ya se tiene incluso en las iglesias del Ecuador, una corona decorativa hecha de ramas de abeto, con cuatro velas. Cada domingo de Adviento se enciende una vela, lo que marca la cuenta regresiva hasta la Navidad.
La cena familiar de la noche del 24 de diciembre, además de la kartoffelsalat (ensalada de papas) tuvo como plato principal ganso asado, la única vez en mi vida que he probado ganso. Delicioso: un pato… glorificado.
Obviamente las casas de los Hübner y de los parientes suyos que visitamos esos días estaban decoradas con los árboles de Navidad, los Tannenbaum, algunos de los cuales tenían decoraciones de paja, frutos secos y velas, y no la hiperabundancia de bombillos que en las tres últimas décadas han invadido el Ecuador. Y en algunas casas e iglesias, también había hermosos belenes (Krippen).
Los villancicos (Weihnachtslieder) son, quizás como en ninguna otra parte, centrales en la celebración de la Navidad en Alemania, con canciones tradicionales como "Stille Nacht" (Noche de Paz, de cuyo estreno en una iglesita de Austria se cumplieron 200 años en 2018) y "O Tannenbaum".
De estas tradiciones hemos conservado lo mejor, para mezclar con las de nuestras familias y crear un ambiente festivo y cálido, para celebrar la Navidad en Quito.
Por mi parte, he comprobado que no tengo la agilidad de siempre para inventar nacimientos, como lo he hecho alguna vez, con el Cotopaxi erupcionando o disponiéndolo en cajas rústicas de comercializar mangos, que las dejé a la vista.
Un aparte: nuestra fruta navideña no son las cerezas, que ahora llegan también, rojinegras y coquetas, cada una con su rabito, desde Chile, donde se hallan en pleno verano. Nuestra fruta navideña son los mangos, amarillos, jugosos, espléndidos.
Digo que no tengo la agilidad de antes para dibujar un vitral o inventar un árbol con una rama recogida en la montaña (claro que alguna vez mis amigos, que tienen por costumbre lanzar bromas crueles, decían que el de aquel año parecía “el árbol de la crisis”).
Ya no soy el mismo para treparme en la escalera de mano a colgar una guirnalda o echarme al suelo a disponer las luces y los pastores (lo hago, ¡pero no saben lo que cuesta!). La que no desmaya es mi mujer, siempre entusiasta por el nacimiento y el arreglo de la casa para Navidad.
La otra tradición ecuatoriana es la de la Novena del Niño. En muchas familias siguen rezando la que escribió mi tía, Teresita Crespo de Salvador Lara, delicado texto que nos hace meditar en los aspectos verdaderamente centrales de la Navidad: el misterio de Jesús que nace pobre y nuestra obligación de solidaridad.
Claro que, a veces, en algunas casas ecuatorianas, se mete, entre el pavo y los tamales, la política. Para sobrevivir la Navidad es mejor dejarla afuera, porque no se mezcla muy bien con el Dulce Jesús Mío, menos en período electoral.
En mi familia, lo manejamos bien: prescindimos de toda la política por estos días.
Y no es que somos apolíticos, retraídos o pacíficos. Somos de estirpes políticas apasionadas… solo que no queremos que se atragante el pavo ni que salgan mal la hora social de los chiquitos ni los pristiños.
Es que todos creemos que ninguna diferencia de pensamiento, ninguna pelea política, vale más que ni siquiera una fracción de las experiencias que compartimos en Navidad. Que ninguna voz disonante puede chirriar mientras suena la cinta gramofónica que mi papá grabó en los ochenta con villancicos del mundo entero, una “playlist” de antes de que se inventaran las “playlists”.
Que no podemos echar al traste lo que hemos compartido. Que el cariño que recibimos en casa desde niños debe seguir, en el apoyo mutuo y el pacto de amor que es una familia y que nos mantiene frente a las sorpresas de la salud y la enfermedad, la vida y la muerte, los años impredecibles, los años malos —como el que estamos terminando—, y convoca a la esperanza de que lo dejemos atrás.
En otras palabras, todos sabemos dónde trazar la línea. Esa es la clave. Tener perspectiva. Guardar las proporciones. Yo estoy agradecido de que podemos conservar así la paz y la alegría de la Navidad y solo me resta esperar que usted, querido lector, querida lectora, y sus parientes también las conserven.
¡Feliz Navidad para todos!