Tablilla de cera
Réquiem por los glaciares de la cordillera Occidental
Escritor, periodista y editor; académico de la Lengua y de la Historia; politico y profesor universitario. Fue vicealcalde de Quito y embajador en Colombia.
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Una refulgente pirámide plateada se levantaba inmensa ante mis ojos, rutilando a la luz de la luna contra el fondo negro carbón del cielo nocturno. Era casi como una aparición, como que el mismo Dios me hablara en esa belleza indescriptible del brillo del hielo y de la nieve; una belleza serena, impávida, incluso, pero a la vez imponente.
No podía salir de mi asombro, abrumado por su insólita belleza. Fue una sorpresa; no esperaba verla. Me había despertado en medio de la noche y noté un resplandor extraño, casi de otro mundo, y salí gateando de la carpa en que dormía para entender lo que pasaba.
Levanté la vista tratando de encontrar una explicación, y allí estaba el níveo colmillo del Iliniza Sur esplendente, multiplicando la luz de la luna llena con su reflejo glacial.
Tenía 12 años y es una de las imágenes que atesoro, porque, aunque he estado muchas veces en los nevados del Ecuador y he visto paisajes maravillosos de sus cumbres y ventisqueros, de sus paredes de roca y hielo, de sus carámbanos y estalactitas, de sus nieblas y nevazones, ese cuadro de blancura espectral, argéntea y fulgente no se borrará jamás de mi memoria visual.
Cuando llegamos, bulliciosos, la tarde anterior a plantar el campamento, no logramos ver la montaña porque todo estaba nublado. Viajamos desde Machachi en camioneta alquilada subiendo la loma hasta donde llegaba el camino y, luego, cargamos las mochilas hasta el hermoso bosquecillo de polylepis, con sus troncos retorcidos cubiertos de múltiples láminas cobrizas como de papel.
Los mayores nos indicaron que ese era el sitio de acampar. Lo llamaban 'El bosque encantado' y se extendía al menos media hectárea, resguardado de los vientos y cruzado por un alegre arroyuelo.
Levantamos las tiendas de campaña —que en aquella época las pedíamos prestadas en el cuartel del batallón Vencedores—, recogimos leña, cocinamos y, más tarde, cantamos y charlamos en torno a un fuego de campamento.
Por fin, nos metimos a las carpas, dentro de nuestras precarias bolsas de dormir, sin ver nunca la montaña, ni el Iliniza Norte, que al día siguiente intentaríamos conquistar, ni menos el Iliniza Sur.
Como digo, me desperté en medio de la noche con el brillo de la luna que se filtraba a través de la carpa. Me pareció extrañamente luminosa y salí a verla. Pero la visión del Iliniza Sur, como una inmensa aparición de plata bruñida, casi me bota de espaldas. El panorama se había despejado por completo durante la noche, y el nevado brillaba terso, espejeante, metalescente.
No pude contener mi emoción y desperté entusiasmado a mis compañeros de primer curso del colegio Loyola. No todos se levantaron; algunos querían matarme. Pero los que salieron, compartieron conmigo uno de los espectáculos más hermosos que habíamos visto en nuestras cortas vidas.
Eso fue hace más de seis décadas. Y lo más triste es que hoy sé que nunca se repetirá. No para mi, para nadie. Es que las generaciones jóvenes, si es que se desprenden de sus pantallas y hacen andinismo, jamás podrán tener esa visión, porque hoy el Iliniza Sur, que antes era de hielo y de nieve que considerábamos “perpetua”, es un roquerío bastante pelado, habiendo perdido tres cuartas partes de su casquete glaciar.
El Sur se parece en su configuración actual al Iliniza Norte, que ya hace más de medio siglo carecía de glaciares.
En concreto, el glaciar del Iliniza Sur cubría en 1985 105 hectáreas, pero para 2022 solo alcanzaba 24 ha. Es decir, que había perdido 81 ha, el 77,1% de su masa inicial.
Esos glaciares estuvieron allí al menos 21.000 años, desde la última Edad del Hielo, y en 40 años se han reducido y van camino de desaparecer porque el calentamiento global se los está comiendo bocado a bocado, cada vez más rápido.
No solo es el Iliniza. Este es un fenómeno generalizado en nuestros Andes. Un estudio de MapBiomas Agua revela que entre 1985 y 2022 en toda la Panamazonía se perdieron 184.000 hectáreas, es decir, más de la mitad (56% para ser exactos) de la superficie glaciar.
El Ecuador, durante este mismo período, perdió 32.6% de la superficie de sus glaciares. Y ese retroceso afecta, sobre todo, a la Cordillera Occidental de los Andes ecuatorianos.
La peor pérdida es la del volcán Carihuairazo, ubicado entre las provincias de Tungurahua y Chimborazo, que ha perdido ya el 94% de sus glaciares. Es decir, solo queda una lengüeta, que no sé si pueda llamarse glaciar.
Según los datos de la mencionada plataforma, los glaciares de ese volcán han pasado de cubrir 68 hectáreas en 1985 a menos de cuatro hectáreas en 2022, es decir que en 37 años desaparecieron más de 64 hectáreas de glaciar.
Y al lado del Carihuairazo está el icónico Chimborazo, que ha perdido ya casi una tercera parte (30,8%) de su casquete glaciar. En 1985 tenía 1.235 ha de glaciares, pero en 2022 ya solo tenía 855 ha, es decir que han desaparecido 380 ha de sus glaciares.
Todos hemos sido testigos del cambio y en este verano, tan brutalmente seco y despejado, hemos comprobado que los que antes eran níveos picos “eternamente” blancos, muestran sus rocas negras y rojizas, peladas, sin nieve.
Incluso es probable que la disminución del casquete glaciar de nuestras montañas se haya acelerado aún más este verano, porque no ha llovido ni granizado ni nevado en las cumbres y ha reinado una temperatura más alta de lo normal.
Esta es suposición mía. Mi fuente, MapBiomas, registra lo sucedido: no hace predicciones. Es una plataforma de monitoreo satelital, iniciativa de universidades, ONG y empresas de tecnología para ayudar a comprender los cambios del territorio a partir del mapeo anual de la cobertura y uso del suelo en Brasil y los países andinos.
Entre los datos que monitorea la plataforma están los de agua y glaciares a partir de imágenes satelitales de la constelación Landsat. Pueden explorar la plataforma de MapBiomas Agua y explorar los datos de superficie de agua y de glaciares (en la parte superior pueden seleccionar entre los módulos de agua y glaciares).
La Fundación EcoCiencia es la organización que coordina este esfuerzo colaborativo en el Ecuador.
Es abrumador para mí, y entiendo que para usted también, querido lector, pensar en que mis nietas ya no vieron al Chimborazo, al Carihuairazo y al Iliniza Sur cubiertos de glaciares y que, en el transcurso de sus vidas van a ir viendo cómo se encogen hasta desaparecer.
Verán quizás alguna vez al Cotopaxi o al Chimborazo cubiertos de nieve, blancos hasta las faldas, por alguna granizada ocasional. Pero sus glaciares seguirán desliéndose.
Sí, porque, aunque los nevados de la cordillera Oriental han perdido menos masas de hielo, con solo levantar a ver al Cotopaxi, nos choca comprobar que también sus glaciares están desapareciendo.
Los datos, que me proporcionó Wagner Holguín de Ecociencia, lo dicen: el glaciar del Cotopaxi, que cubría en 1985 1.472 ha, en 2020 solo alcanzaba a 1.029 ha, una pérdida de 443 ha, es decir del 30.1%.
El del Cayambe tenía en 1985 2.108 ha. En 2022 solo 1.534 ha. Su pérdida ha sido de 574 ha, es decir, 27.3%.
Pérdidas menores a los de la cordillera Occidental, pero igualmente fuertes.
Vale recordar que no toda nieve ni siquiera todo hielo es un glaciar. Por definición, un glaciar es esencialmente un río de hielo de varios metros de espesor que se mueve milimétricamente, formado por hielo compactado por miles de años y con una fuente de nieve que lo alimenta. Su movimiento es imperceptible, pero los científicos lo pueden medir con sus instrumentos.
Si un glaciar se vuelve muy pequeño o deja de moverse, deja de ser un glaciar. Pasa a ser un “campo de nieve” o, como se dice ahora, un glaciar extinto: aparecen huecos por los que se ven rocas, nunca vuelve la dinámica del hielo y solo quedan unos parches de nieve aquí y allá.
Y es que, aunque en teoría, los glaciares podrían volver, eso no es posible con el calentamiento global. Se necesitaría que caiga mucha nieve en las montañas, el triple de lo que cae ahora y eso durante diez o veinte años seguidos. Y, además, que nuestros veranos no sean tan secos y calientes. Piénsese que la Tierra está rompiendo récords de altas temperaturas desde hace más de un año.
Incluso si es que hoy detuviéramos por completo todos los autos e industrias del planeta y no se emitiera un solo miligramo más de carbono a la atmósfera, los científicos dicen que es demasiado tarde para los glaciares pequeños del planeta. Tal vez tendrían un chance los más grandes. Pero hay científicos más pesimistas: dicen que para 2050 no quedará ni un solo glaciar en el Ecuador. No quiero, no puedo imaginarme al Cotopaxi, el Antisana, el Cayambe o El Altar sin glaciares.
Sugiero que las entidades ambientalistas, y los consejos provinciales de Tungurahua y Chimborazo, organicen el funeral del último glaciar del Carihuairazo, como un acto simbólico de conciencia ambiental.
La actual sequía es otro aviso de lo que nos espera. Por lo pronto, quejémonos si queremos del Gobierno, pero hagamos cada uno nuestra parte, ahorrando agua y luz, separando nuestra basura y consumiendo productos de agricultura sostenible y procesos de producción limpia.