Tablilla de cera
Trump II, la secuela. Esta entrega viene cargada de Destino Manifiesto
Escritor, periodista y editor; académico de la Lengua y de la Historia; politico y profesor universitario. Fue vicealcalde de Quito y embajador en Colombia.
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Donald Trump no tuvo mejor pasatiempo estas semanas previas a su toma de posesión que amenazar a un país tras otro.
Pretensiones con tonos imperialistas, pues no descartó el uso de las presiones económicas e incluso la fuerza para apoderarse de Groenlandia y el Canal de Panamá.
La primera es la isla más grande de la Tierra, con 2,175 millones de kilómetros cuadrados (casi ocho veces el tamaño del Ecuador). Inhóspita y helada, por lo que solo viven en ella 56.000 personas, es rica en recursos minerales (litio, níquel, cobalto, cobre, tierras raras) y petróleo.
Desde el punto de vista político, es un territorio autónomo del Reino de Dinamarca. Lleva años aspirando no a volverse colonia de nadie, sino a su propia independencia. Ya en 2019, en su primera presidencia, Trump mostró su apetencia por la isla.
Lo del Canal de Panamá sí es novedad. Nadie discute que es propiedad panameña por el tratado internacional de 1977, firmado por el presidente Jimmy Carter —quien acaba de fallecer a la edad de 100 años—, y el general Torrijos.
Un tratado que hizo justicia a la lucha del pueblo panameño por la soberanía integral sobre su territorio. Tras completar las etapas previstas, el canal y su zona adyacente pasaron a ser de propiedad y administración total de Panamá en 1999.
Trump argumenta ahora que las tarifas del canal son “ridículamente” altas y, profiriendo una mentira más de las que salen regularmente de su boca, afirma que está siendo manejado por soldados chinos, especie negada con firmeza por el gobierno panameño.
Sobre Canadá, Trump viene diciendo ya muchas, demasiadas, veces que debe ser el estado 51º de EE. UU. y esta vez redobló la apuesta proponiendo borrar la frontera, “mera línea artificial”, según su parecer.
En la que quizás fue la menor de sus provocaciones, aunque cargada de ridículo histórico, anunció que su administración cambiará el nombre de Golfo de México por Golfo de América.
¿Qué muestra todo esto? Aparte de ser maniobras distractivas respecto de lo que de verdad desean los estadounidenses (por ejemplo, que bajen los precios de los alimentos y la vivienda, parte de las razones pragmáticas por las que votaron por él), en el ámbito internacional las amenazas a esos países preocupan más allá del simple bravuconeo.
¿Táctica negociadora, como dicen algunos? Trump es muy adepto a esa primitiva manera de lograr acuerdos, una táctica de matón del barrio: acoquinar al contrario para conseguir ventajas para su país y, sobre todo, para su bolsillo.
Pero, si se toma distancia para ver el cuadro completo, lo que se descubre es un expansionismo renovado, que empata con las tradiciones del Destino Manifiesto, aquella filosofía nacional de EE. UU. que considera que es una nación “elegida” y superior a las demás, a la que Dios le dio la misión de expandirse sobre la Tierra, primero de océano a océano y luego en los mares y territorios adyacentes.
Los estadounidenses comenzaron su avanzada a partir de la frontera norte-sur, que también se llamó vertical, que en un principio corría desde New Hampshire hasta Georgia. La primera adquisición territorial fue la compra de la Luisiana y la Florida occidental a los franceses en 1803. Thomas Jefferson pagó por estos territorios USD 15 millones.
La frontera vertical se movió rápidamente hacia el Oeste, hasta Missouri y luego se saltó hasta California en 1824. La parte intermedia, las praderas y montañas ubicadas entre el río Misisipí y la Sierra Nevada, siguió perteneciendo a algunas tribus indígenas hasta finales del siglo XIX.
Luisiana, Florida, Arkansas y Texas comenzaron a poblarse de blancos (y sus esclavos negros) en la década de 1830. Debido a la abundante inmigración, la población de EE. UU. casi se duplicó entre 1830 y 1850, pasando de 12,9 a más de 23 millones.
A mediados del siglo XIX, el descubrimiento de vetas en California provocó la “fiebre del oro”, y ahondó la necesidad de usar la ruta de Panamá. Para ir de la costa este a la oeste y viceversa, se tomaba barco, se cruzaba el istmo y se navegaba de nuevo del otro lado, muy preferible a atravesar por tierra las Grandes Planicies, desiertos y montañas, infestados de indios incivilizados.
Durante siglos se atravesó Panamá a lomo de mula, pero, ante el incremento del tránsito de pasajeros y la necesidad de transporte seguro para el oro californiano, una empresa estadounidense obtuvo la concesión de Colombia y construyó desde 1848 una línea férrea, poniéndola en servicio por tramos, hasta que en 1855 la concluyó de punta a punta.
Oregón, al noroeste, también atrajo a miles de personas a partir de 1842. Para la década de 1850 había dos fronteras en expansión: una que avanzaba de este al oeste, más allá del Misisipí, y otra que, al contrario, iba del oeste al este, desde California y Oregón, por la región de las Montañas Rocallosas. La brecha entre las dos zonas de avanzada se cerró en 1847 cuando los mormones llegaron a Utah.
El impulso imperialista desplazó a tribus enteras de indios norteamericanos de sus tierras. Hubo traslados forzosos de indios de Nueva York, Michigan y Florida hacia el Medio Oeste. El gobierno quería conformar una “barrera india permanente”, pero fracasó porque los blancos no tardaron en conquistar también las regiones indias.
Hubo naciones indígenas, como los sioux y los apaches, que presentaron resistencia, pero al final fueron derrotadas. En 1851 se promulgó la ley que encerró a las tribus en “reservaciones”, cárceles territoriales donde, aún hoy, no pueden desarrollarse plenamente.
La de Texas es otra historia. Proclamó su independencia en marzo de 1836 y fue república independiente hasta 1845, cuando se anexó a EE. UU., lo que provocó la guerra entre México y EE. UU.
Los tratados de Guadalupe Hidalgo, que pusieron fin a la guerra, permitieron que EE. UU. se apropiase, en 1848, de 2,5 millones de kilómetros cuadrados de territorio mexicano —55 % de la extensión del México de entonces—. Aunque se llamó “la cesión mexicana”, fue un despojo en toda regla. A cambio, EE. UU. se comprometió a pagar USD 15 millones.
Este enorme territorio comprendía los actuales estados de California, Nevada, Utah, la mayor parte de Arizona, Nuevo México, Texas, así como partes de Kansas, Oklahoma, Colorado y Wyoming.
En 1853 México se vio obligado a vender a EE. UU. más territorio, la zona de La Mesilla (110.000 km2), para que se construya una ruta de ferrocarril a California. Con esta adquisición, la República transoceánica de EE. UU. quedó completa.
Por 7 millones 200 mil dólares, en cambio, EE. UU. compró en 1867 a Rusia un territorio de 1,5 millones de km2: Alaska.
Y de Hawái se apoderó con una sucia maniobra. En 1883 se derrocó a la reina de las islas con la activa participación de agentes y ciudadanos de los EE. UU., quienes establecieron luego una república tan caricaturesca como la de Texas, con el objetivo de anexar el archipiélago a EE. UU. Aquello se concretó en 1898 y en 1900 se convirtió en territorio estadounidense.
No había respiro para las anexiones. En 1898, tras vencer a las tropas españolas luego de una “espléndida pequeña guerra”, como la llamó Theodore Roosevelt, las fuerzas armadas estadounidenses se apoderaron de Puerto Rico, en la guerra contra España.
Mediante el Tratado de París del 10 de diciembre de 1898, España renunció también a Cuba y a Filipinas. Por estas últimas, EE. UU. pagó USD 20 millones, convirtiendo a las tres entidades en territorios propios.
Bajo la presión de la ocupación militar, Cuba “liberada” en 1902, se vio forzada a incorporar, como apéndice a su constitución, la Enmienda Platt, dispuesta por el Senado estadounidense en 1901, por la que La Habana aceptó el derecho de intervención de EE. UU. para “preservar la independencia cubana” (sic).
El Destino Manifiesto continuaba siendo la justificación de esta imparable expansión, ahora sobre el Caribe y el Atlántico.
Se desembocó así en plena época del imperialismo. Que era la fase superior del capitalismo es uno de los conceptos más famosos de Lenin. El fenómeno histórico se produjo a finales del siglo XIX e inicios del XX cuando los grandes países capitalistas pugnaron por repartirse el mundo, apoderándose de territorios o, al menos, consolidando su influencia en la mayor parte de zonas del planeta.
Inglaterra, Francia, Bélgica, Holanda y EE. UU. fueron los países que sacaron ventaja. Y una de las principales causas de las dos Guerras Mundiales de la primera mitad del siglo XX fue la insatisfacción de Alemania, Italia y Japón ante el reparto capitalista del mundo.
Además de las adquisiciones territoriales, EE. UU. blandiría “el gran garrote” frente a América Latina, siempre en su misión de regir el mundo y aleccionar a todos los demás, mientras, de paso, sus empresarios, antecesores de Trump, hacían pingües negocios.
Conocidas son sus intervenciones militares en América Latina, tanto en el XIX como en el XX. El presidente William Taft declaró en 1912: “El hemisferio todo nos pertenecerá, como, de hecho, ya nos pertenece moralmente, por la virtud de la superioridad de nuestra raza”.
Lo más audaz fue crear un país para hacer un canal. En 1903, EE. UU. complotó con negociantes panameños para que se separasen de Colombia. Y, a cambio de USD 10 millones, consiguió la exclusividad de derechos sobre el canal de Panamá y una zona de 8 km a cada una de sus orillas, así como la total soberanía sobre este conjunto (Tratado Hay-Bunau Varilla).
Trump, más desvergonzado que el variopinto abanico de caracteres que ha aparecido en dos siglos del Destino Manifiesto, no habla ya de la “misión” que Dios eligió para al pueblo estadounidense, la de conquistar nuevas tierras con el fin de llevar a todos esos rincones la “luz” de la democracia, la libertad y la civilización.
No; Trump es simple y directo: Groenlandia y Panamá son indispensables para la seguridad nacional de EE. UU. Se cuida de mencionar, por supuesto, la riqueza petrolera y minera que tienen tanto la isla (con su zona económica exclusiva sobre el Ártico) como el istmo.
Y la importancia estratégica patente de los dos, como llaves de la navegación entre Asia y Occidente: Groenlandia, por las nuevas rutas que se abren al ritmo que el Ártico se derrite, y Panamá, por el centenario paso del istmo.
Las bravatas de Trump han merecido respuestas tajantes. La Sheinbaum mostró un mapa del siglo XVII donde la mayor parte de lo que hoy es EE. UU. se denominaba “América Mexicana”, y podía haber recordado también que los cartógrafos usaban “Golfo de México” mucho antes de que EE. UU. alcanzara siquiera su independencia.
La pretendida anexión no sucederá, dijo el primer ministro Trudeau, quien, con su dosis de ironía, recordó que justo una piedra angular de la identidad de los canadienses es que no son estadounidenses.
El presidente José Raúl Mulino respondió que “cada metro cuadrado del Canal de Panamá y su zona adyacente pertenece a Panamá y seguirá perteneciéndole”.
Dinamarca recordó una vez más que Groenlandia no está en venta y todos los jefes de los partidos se reunieron con la primera ministra Mette Frederiksen en una muestra de unidad.
Los líderes europeos están consternados, pero fue el canciller alemán Olaf Scholz el más terminante: “El principio de la inviolabilidad de las fronteras se aplica a todos los países, sin importar que sean de Oriente u Occidente”, dijo, en obvia referencia a la invasión rusa a Ucrania.
Por si faltaban pruebas, Charles Kirk, un “influencer” de extrema derecha que acompañó a Donald Trump Jr., en la visita que este hizo hace pocos días a Groenlandia, dijo en un reciente podcast que la propuesta del papá de su amigo “hace que América (por EE. UU.) sueñe de nuevo, que ya no somos solo este macho beta triste y con baja testosterona, reclinado en su sofá y dejando que el mundo le pase por encima. Es la resurrección de la energía masculina americana. Es el regreso del Destino Manifiesto”.
El siglo XIX redivivo. Después de todo, ¿no es decimonónica la concepción mercantilista de subir los aranceles para proteger la economía local? Igual pasa con el Destino Manifiesto. Y si EE. UU. puede tomarse Groenlandia o Panamá, ¿no puede Rusia tomarse “ese país ahora llamado Ucrania”? Make America Great Again! ¿Mercantilista e imperialista “again”?