Tablilla de cera
¿Cambia la fallida política de incomunicación del Gobierno?
Escritor, periodista y editor; académico de la Lengua y de la Historia; politico y profesor universitario. Fue vicealcalde de Quito y embajador en Colombia.
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Cada Gobierno tiene la política de comunicación que le parece. La del actual ha sido una política de incomunicación y ha topado fondo en los últimos días, como un bajel que encalla en un banco de arena, al chocar con la crisis energética (el racionamiento de electricidad y el gravísimo descenso de la producción petrolera).
Y una muestra de que la crisis les ha hecho cambiar parece haberse dado este martes y miércoles al afrontar los incendios de Guápulo, Bellavista y El Auqui, una tragedia que requirió una respuesta conjunta del Gobierno y la municipalidad de Quito, y en que se vio activos a los ministros de Gobierno, Interior, Ambiente y Defensa.
Las crisis en un Gobierno son inevitables. Como decía Rodrigo Borja, “uno no puede escoger el tiempo en el que gobierna”.
Si no es la naturaleza, es la economía o la política. En esta última tragedia, habría que ver si es verdad que los incendios son provocados, lo que solo podría provenir del crimen organizado (y sus socios, los narcopolíticos), que buscan el caos.
Para enfrentar las inevitables crisis, se debe construir buena voluntad, apertura y confianza de la población con una gestión pública eficiente y sin desmayo en educación, salud, infraestructura. Y, a la par, haciéndola conocer y promoviéndola con una inteligente política de comunicación.
Comunicar significa contar lo que uno hace, explicarlo de la mejor manera, con sutileza y sin soberbia, y así lograr la gobernabilidad, la cual no es más que asegurarse el apoyo constante de la población.
Cuando el presidente Daniel Noboa llegó al poder, tras su espectacular triunfo electoral, no tenía mayor idea de lo público: solo un poco más de dos años de asambleísta. Y un asambleísta bastante faltón y anodino, por cierto.
Pero si fue excelente en la campaña ha sido muy deficiente en el gobierno. Como presidente no buscó quienes conocieran de lo público: se rodeó de sus amigos y empleados, un grupo de guayaquileños que vinieron a conocer Quito. No exageremos: que vinieron a conocer el Palacio de Gobierno, porque nunca habían estado en él, poco o nada preparados para los cargos que les confió.
Inclusive para secretario de Comunicación no buscó a alguien que supiera cómo es el sector público del Ecuador o dominara el quién es quién en los medios. El presidente anunció que su secretario sería Iván Carmigniani, un funcionario del grupo Noboa. Pero el 13 de noviembre se filtró que no había aceptado el cargo porque no le apetecía vivir en Quito y quería seguir en Guayaquil y salir a pescar en el mar.
Se supo entonces que el nombrado sería Roberto Izurieta. Despertó expectativas, pues es conocido y apreciado por muchos, entre los que me incluyo, y se le reconoce como destacado académico y experimentado consultor político. Unas pocas dudas surgían de que había vivido más de 20 años fuera del país y de que no había estado en la campaña de Noboa, pues en esos meses era embajador de Guillermo Lasso en Chile. Sí, había sido profesor del joven presidente en la universidad de George Washington, y este le respetaba mucho, pero ¿sería suficiente?
No lo fue. Su paso por la secretaría de Comunicación no se destacó por sus aciertos. En realidad, no le dejaron ser un buen secretario. No ejerció de vocero y tampoco fue un nexo activo con los directores y editores de medios. Fue más bien una suerte de asesor del presidente, pero, al desconocer la dinámica de su entorno, tampoco encajó del todo y empezó a ser dejado de lado por quienes se disputan el oído del mandatario.
Se sabía, además, que no era él quien decidía. Sin tener ningún cargo, Iván Carmigniani era (y es) parte de la mesa chica de Noboa y se dice que es el que manda.
Así se arrancó, confiando con fe ciega en el TikTok, del que estaban convencidos de que bastaba. Por decisión de Noboa y Carmigniani no solo que no se adoptó una política proactiva de comunicación, sino que se implantó una de incomunicación: cero transparencia, nada de apertura, desconfianza de todos los medios y, de algunos, pánico. Hasta que el barco, cuando llegó septiembre, empezó a hacer agua por todos los costados.
Lo reconocieron el martes 18, en el desayuno de trabajo que, por primera vez en los nueve meses que lleva el régimen, sostuvieron el ministro de Gobierno Arturo Félix Wong y la secretaria de Comunicación Irene Vélez con 30 directores de medios de comunicación.
Recién ahora repararon en algo elemental:
- Que no cuentan con buenas relaciones con los medios (las que debían haber sido cultivadas desde el primer día)
- Que no tienen voceros (a los que debían entrenar y preparar desde el primer día)
- Que no saben ni siquiera por dónde empezar.
Y el banco de arena donde encallan es el problema de los apagones. Un problema del que ya se sabía porque viene de años, que a Lasso le tocó afrontarlo justo en las elecciones anticipadas y que, incluso, salió en el debate de la primera vuelta, donde Noboa, con una seguridad digna de mejor causa, dijo que el problema del Ecuador no era la generación sino la transmisión. Rotunda afirmación desmentida con igual rotundidad por los hechos.
La incomunicación se aplicó a rajatabla. TikTok y discursos cortos, insubstanciales y soberbios, como esos de cinco minutos que el mandatario da en las ceremonias militares. Ni siquiera una explicación coherente en una cadena nacional para desentrañar decisiones transcendentales como la toma de la embajada de México. La propia declaración de conflicto armado interno fue comunicada paupérrimamente. Y su Mensaje a la Nación del 24 de mayo fue una triste presentación en Power Point de 20 minutos.
En enero promulgaron una ley a la que llamaron con el absurdo nombre de “No más apagones”, una ley correísta que ni facilita la inversión privada ni apunta salidas, pura paja.
No decir nada del posible racionamiento eléctrico en abril les pareció una idea brillante. Según periodistas que cubren la fuente, la ministra Andrea Arrobo y su equipo sí comunicó al gabinete que los apagones eran inevitables, y que ya tenía listos los boletines de prensa para anunciarlos. Roberto Izurieta, después de consultar al presidente (o, tal vez, a Carmigniani), le dijo a la ministra que se callara la boca, que no debía anunciar nada.
Los apagones llegaron y al gobierno no se le ocurrió nada mejor que hacer tremendo show, acusar de sabotaje a la ministra Arrobo y a su equipo y lanzar una persecución judicial y policial contra ella.
El propio Roberto metió la pata al denunciar que, en medio de esa supuesta conspiración contra el Gobierno, se habían abierto las compuertas del proyecto Paute, cuando Paute no tiene compuertas, y si las tuviera, el agua seguiría aguas abajo a la próxima central para generar electricidad.
Como la mentira tiene patas cortas, el plan de tapar un escándalo (los apagones) con otro escándalo (el supuesto sabotaje de la ministra Arrobo), no prosperó. Hasta el sol de hoy no han podido demostrar nada contra ella.
No conozco a Arrobo ni sé nada de ella, pero si el Gobierno tenía una acusación sólida, ya podía haberla demostrado en los meses transcurridos.
Roberto Izurieta dejó el cargo, pero la política de escapar de la realidad, de callarse, siguió con Irene Vélez, mucho más silenciosa y escondida que “el Bole”, a pesar de que ese camino no podía llevar a ninguna parte.
En el siguiente apagón nacional, el del 7 de septiembre, se dijo que era una falla humana o quizá una zarigüeya. Y luego nos anticiparon que el apagón de ocho horas de la noche del jueves 18 era para “mantenimiento”. Y hubo otro el viernes 19, sin anuncio. ¿Nos creen tontos? ¿Quién prefiere hacer mantenimiento de líneas y subestaciones por la noche?
Estos engaños se han caído por su propio peso. Más aún cuando vinieron precedidos del anuncio del presidente de que las planillas de luz de diciembre, enero y febrero iban a ser gratuitas hasta 180 Kw/h, la medida más desembozadamente populista que se pueda pensar.
La política de incomunicación, cuyos goznes son no hablar la verdad y engañar con capotazos para distraer al respetable (permitir bases militares extranjeras, quitar financiamiento público a los candidatos) es contraproducente porque insulta a la inteligencia de los ciudadanos.
¿De dónde nace? En buena parte —y así se desprende del “brunch” con los directores de medios—, del terror a lo desconocido: del pánico a la prensa grande y, en concreto, a los periodistas de Quito.
Optaron por verlos como enemigos. Y dieron el siguiente paso: vetar a los medios independientes (Ecuavisa, Expreso, Primicias…). Los ministros, en contra su obligación primordial en una democracia, se negaron a las entrevistas en vivo, porque temen, como se dijo en el “brunch”, que los arrastren.
De esto hablamos el domingo en “Políticamente correcto”, programa al cual, según aclaró su conductor Carlos Rojas, había invitado al ministro de Gobierno, a la asambleísta Valentina Centeno, que se negaron a ir, y a la secretaria de Comunicación, que ni siquiera tuvo la educación de contestar.
Creo que esto empieza a cambiar. Un principio de sentido común es que una política de apertura y cercanía a los medios siempre da mejor resultado que una de recelo, desconfianza y enfrentamiento.
Noboa debe saber que cuando no se tiene estrategia, todo fracasa. Para desencallar el barco y ponerlo de nuevo a flote, debe abandonar su estilo monotemático de mensajes de TikTok sobre seguridad, ampliar sus temas y audiencias, designar voceros y entrenarlos, aprovechar que la mayoría quiere reelegirlo —no por otra razón sino porque ya está harta de experimentos—, y comunicar, explicar, convencer, conmover para acumular buena voluntad y torcer el hartazgo que la gente empieza a sentir con su política de incomunicación.