Contrapunto
La fantasmagórica octava sinfonía de Sibelius que ardió en una hoguera
Periodista y melómano. Ha sido corresponsal internacional, editor de información y editor general de medios de comunicación escritos en Ecuador.
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Finlandia es Sibelius, su músico más importante, uno de los pocos que estaba destinado a equipararse a Beethoven, casi lo logra, porque se suponía que su octava sinfonía sería estrenada en cualquier momento y que de ahí a la novena era cuestión de un poco más de tiempo.
Atormentado por su afición al alcohol, por la soledad y la incomprensión de sus colegas franceses, alemanes y austriacos, Jean Sibelius (1865-1957) mantuvo en ascuas al mundillo musical europeo por causa de su sinfonía número 8 que nadie llegó a escuchar.
¿Estuvo en su imaginación o la escribió y luego no le gustó y la quemó junto a varias de sus partituras y manuscritos que en un día de depresión metió en la chimenea y no precisamente para dar calor a su hogar, como ocurrió con los poemas de Marcello en La bohème?
Es la pregunta que se han planteado muchos historiadores y musicólogos cada vez que se refieren al más venerado de los compositores nórdicos, que publicó siete sinfonías mientras una octava la trabajó durante dos décadas, según algunos estudios.
En sus últimos años —vivió hasta los 91— trabajó intensamente esa obra, porque estaba seguro de que rompería con la tradición sinfónica-romántica, que hasta la época se negaba a desaparecer. Sinfonías, conciertos para piano y violín y, principalmente, poemas sinfónicos, fueron su aporte al repertorio universal.
Alex Ross en 'El ruido eterno', Seix Barral, 2009, califica de “fantasmagórica” a la octava sinfonía y argumenta que entre 1920 y 1930 la sinfonía número 8 estaba tomando forma y el compositor “parecía contento” por eso.
Así se lo había señalado a su esposa Aino Sibelius en la primavera de 1931, se dice en el libro citado. La estructura de la obra estaba en progreso, aunque admitía en la carta que la sinfonía estaba adoptando una extraña concepción.
Hasta ahí es lo que sabemos, insiste Ross, para luego argumentar algunas posibilidades de qué pudo ocurrir con esa sinfonía que era arduamente esperada por la audiencia y por la crítica.
En 1931, el director ruso de la Orquesta Sinfónica de Boston, Serguéi Koussevitsky estaba esperando el envío de la partitura porque sería el encargado de estrenar la obra.
En Estados Unidos Sibelius gozaba de una enorme reputación; destaca la crítica del musicólogo del New York Times Olin Downes, que en sus columnas condenaba el “oscurantismo de la música moderna” y el carácter caprichoso y esnobista de Stravinski. A Sibelius, dice Ross, lo consideraba como el último de los héroes, el último profeta que rescataría la música del “modernismo cerebral”.
La madre de Downes era la activista feminista Louise Corson Downes, que también aguardaba impaciente el estreno de la octava sinfonía y tal vez de una novena para coronar la cima; estaba segura de que Sibelius sería uno de los pocos elegidos y herederos artísticos de Beethoven.
En la otra orilla de la crítica no podía faltar, cuando no, la opinión de Theodor Adorno, que calificaba la obra de Sibelius de “sobrevalorada”. Y Sibelius comenzaba a escabullirse de Koussevitsky, que le enviaba cartas y telegramas todos los meses, tal como está registrado en la Biblioteca del Congreso de Washington, de acuerdo con lo que escribe el mismo Ross.
Transcurrieron varios años entre las promesas de que la sinfonía estaba a punto de terminarse, incluso se anticipaban fechas significativas para su estreno mundial en Boston.
Y viene la confesión de Aino que arroja luces de lo que pudo suceder sobre la sinfonía que, se suponía, tenía coros, tal como la novena de Beethoven; prometía ser una obra suprema.
“Mi marido recopiló una serie de manuscritos en un cesto para la ropa y los quemó en la chimenea del salón. Se destruyeron partes de la Suite Karelia —yo vi luego restos de las páginas que habían sido arrancadas— y muchas otras cosas. No tuve el coraje de estar presente y salí de la habitación. De modo que no sé qué es lo que tiró al fuego. Pero después de esto mi marido se quedó más tranquilo y pasó a estar poco a poco de mejor humor”.
Lo que narra la esposa ocurrió en la década de 1940 y se supone que entre todo lo que ardió en esa hoguera estuvo la famosa partitura que nunca vio la luz para desaparecer definitivamente entre las llamas.
En Estados Unidos y en Inglaterra, dice el libro de Ross, a Sibelius lo veían como un sucesor de Beethoven, en tanto que los austro-alemanes lo encasillaron como kitsch, es decir, de una estética pretensiosa y de mal gusto.
Otras fuentes aseguran que, aunque Jean Sibelius dedicó mucho tiempo a este proyecto, en sus últimos años, experimentó dudas profundas sobre su valor artístico y su capacidad para igualar sus trabajos previos, en especial la muy celebrada Séptima Sinfonía.
O Kullervo, la suite sinfónica opus 7, a la que también se la clasifica como sinfonía coral.
Otras fuentes creen que, debido a su perfeccionismo y al temor de que esta nueva sinfonía no alcanzara las expectativas del público y de él mismo, Sibelius destruyó la mayoría de los manuscritos. En 1945, parece que quemó gran parte de su trabajo, incluida posiblemente la Octava Sinfonía, en un acto de desesperación o de liberación.
Sin embargo, algunas partes sobrevivieron y en años recientes algunos fragmentos de la Octava Sinfonía han sido reconstruidos y presentados en grabaciones, aunque no se cuenta con una versión completa, así respondió, a falta de más literatura musical acerca de esta misteriosa obra sinfónica, el ChatGPT.