En sus Marcas Listos Fuego
La coprofilia de nuestros pueblos
PhD en Derecho Penal; máster en Creación Literaria; máster en Argumentación Jurídica. Abogado litigante, escritor y catedrático universitario.
Actualizada:
Me he guardado esta columna para no ser acusado de difundir el odio. Me la he guardado, también, porque me da pereza explicar que no es odio, sino aversión.
¿Es que cómo no voy a sentir asco de una sociedad coprófaga, que subsiste vitalmente a través de su irrefrenable gula por las heces?
¿Por qué hablar ahora? ¿Por qué exponer el hedor en este momento? Quizá porque la podredumbre social me obliga a tomar con esta columna una bocanada de aire fresco para sobrevivir.
Así me decidí a publicarla: todos vemos a Maduro, con sus ínfulas de analfabeto ardoroso, haciendo alarde de sus trastornos de neurodesarrollo que me hacen pensar que sus progenitores consumían fentanilo antes de engendrarlo, exponiendo ante un extenso público teorías derivadas de una clara discapacidad cognitiva y del lenguaje.
Y nada de eso me da asco. Bueno, lo correcto sería decir: ya nada de eso me da asco. Quizá me acostumbré a comprender que de eso se trata la democracia: de garantizar que cualquier enajenado mental llegue al poder.
Entonces, me llegó un tufillo entre dulzón y amargo. Mis fosas nasales se abrieron y empecé a rastrear el origen de esa fetidez. Los gases tóxicos me despabilaron y por fin hallé su origen.
Mientras Maduro se pelea con Elon Musk, con WhatsApp, habla con pajaritos, les declara la guerra a enemigos invisibles y en una intermitencia de delirios y tartamudeos intenta justificar un fraude electoral injustificable, me di cuenta de su entorno.
Cientos de funcionarios públicos aplaudiendo a todos sus desatinos. Militares de todos los rangos lanzando vítores cada vez que un individuo, con el cerebro de una mosca, defeca por la boca.
Ministros lanzando hurras cada vez que un payaso con fallas neurológicas yerra al intentar hilar ideas. Secretarios de Estado lanzando serpentinas cuando un orangután construye oraciones sin estructura semántica, en un balbuceo de errores de inferencia.
Jueces y fiscales expulsando aclamaciones cada vez que su líder omnipotente, homo erectus en plena evolución, les pide perseguir a los homo sapiens.
Entonces, veo que todos identificamos plenamente al villano, pero ignoramos deliberadamente a los que con cubiertos degluten sus heces.
Miren, las dictaduras, las masacres, el autoritarismo, la persecución, jamás son obra de un solo hombre. Estos autócratas son nada sin la colaboración cercana y constante de un cúmulo de servidores que lo mantienen arriba.
Las dictaduras como las de Maduro son posibles sólo porque acarician a sus perros con las mieles del poder. Esos son los perros que muerden, que destrozan, que cazan a los integrantes de su propia sociedad.
Y cuando los dictadores caen, y esto es lo que más asco me da, los perros cambian de manada y empiezan a buscar desesperadamente un nuevo amo. Eternos movedores de rabo.
Y viendo las imágenes de Venezuela, a ese cúmulo de funcionarios cuyas identidades desconozco, pensé: “estos son los rostros que Venezuela nunca debería olvidar. Esa es la jauría que sostuvo al tirano y que ejecutó a su propio pueblo”.
Entonces la náusea me despertó porque hallé en mi paladar residuos de excremento humano. Las arcadas me ayudaron a identificarlo.
Me di cuenta de lo farsante que estaba siendo al repudiar a esa sociedad de coprofílicos cuando nosotros somos igual de comemierdas, cuando nosotros sí podemos identificar a todos los perros del poder, con nombre y apellido, pero los acicalamos, alimentamos y hacemos parte de nuestro vecindario.
Entonces abrí los ojos y vi a mi alrededor. ¡Y vaya visión parasitaria con la que me encontré!
Aquí, muy cerquita vi, a los abogados que fueron mandos medios durante 10 años, a cargo de perseguir familias enteras, de destruir negocios, de enterrar opositores, de traficar influencias, de pasearse con sus credenciales de la Presidencia de la República, del Consejo de la Judicatura o del Ministerio del Interior, para torcer jueces.
Aquí los veo, todos los días, litigando a un paso mío, muchas veces compartiendo sala de audiencias, saludándome sonreídos, hablando del debido proceso, de ética, del Estado de Derecho. Ahora son abogados de renombre que todos quieren acariciar, cuando ayer eran los canes a cargo de arrancar en pedazos los lazos que nos unían como sociedad.
Aquí cerquita huelo, después de haber militado activamente al servicio más rastrero de ese régimen que ya no existe, como ahora se presentan como los adalides en la defensa de derechos humanos, como académicos, como influencers de la justicia y el Derecho.
Aquí cerquita percibo el hedor que dejan esos fiscales que durante 10 años se dedicaron, sin que medie prueba alguna, a fraguar procesos en contra de todo aquel que le resultase incómodo a su amo, a meter a la cárcel a familias inocentes, a allanar a diestra y siniestra para que sintiésemos el verdadero poder de sus patrones.
Aquí huelo cerquita a esos mismos fiscales que 8 años más tarde son la ejemplificación de la valía profesional de lucha contra el lavado de activos, contra el narco, contra la corrupción. Para mí las máscaras de nuevos vientos no ocultan sus rostros perversos, su pasado corrupto, su trayectoria al servicio de un Estado criminal.
Hasta aquí me llegan los vapores de esos jueces que durante 10 años condenaron a inocentes y durmieron tranquilos; que embarraron de estiércol sus togas, de boñiga su dignidad, que hicieron del Derecho un gran mojón y que hoy, dan cátedra, escriben libros y son conferencistas internacionales.
Aquí huelo de cerca a esos perros que solo cambiaron de amo y cuyos excrementos tragamos día a día porque aquí olvidar que nos mordieron parecería ser una obligación genética.
Aquí piso día a día las grumosas bolitas cafés que dejan esos funcionarios públicos que desde la UAFE, el SRI y la SENAIN, acabaron con más de una vida, firmes y formados frente al poder que les daba de comer migajas, y que hoy, con otro amo, son los representantes de la transparencia, la honestidad y la probidad pública.
Aquí esos mandos medios, adictos al sobreprecio, que usaron como moneda de cambio una divisa llamada coima, que se tragaron los impuestos destinados a la salud y educación, son nuestros vecinos, quienes nos invitan a su casa con piscina y sus fiestas de cumpleaños, eventos a los que vamos llevando una botella de vino y cargando esa gran sonrisa que nos hace igual que ellos.
Son esos mismos miserables que aplaudían las estadísticas sin fuente, que agachaban la cabeza al poder, que aceptaban órdenes ilegales de persecución por unas insípidas y perecibles caricias, quienes se regocijan entre nosotros aprovechando nuestra eterna desmemoria.
Entonces, regreso a ver a las hordas descerebradas que aclaman a Maduro y se me empieza a ir el asco y me coloco en posición de profeta, avizoro que esos diosdados, que esos perros, jamás serán callejeros, porque en países como los nuestros siempre tendrán un hogar en donde beber y comer, en el seno de nuestras sociedades adictas al excremento y al olvido.
Quizá este país, fundado sobre la deyección fosilizada, simplemente tenga errores en su contabilidad, porque aquí nunca existió ni existirá un ajuste de cuentas.
¿Pueblo digno? ¡Vayan a joder a otra parte!