En sus Marcas Listos Fuego
El día que lloré en audiencia
PhD en Derecho Penal; máster en Creación Literaria; máster en Argumentación Jurídica. Abogado litigante, escritor y catedrático universitario.
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Escribir esta columna tan personal tiene un triple objetivo: confesarme ante ustedes, rendir tributo a una magnífica familia y dar ejemplo a los futuros abogados del país.
Cuando los penalistas empezamos esta carrera lo hacemos desde la negación. La pasión, el adoctrinamiento y adrenalina es tanta, que negamos sentir, negamos conmovernos, negamos ser humanos.
Partimos de esa antiquísima enseñanza universitaria que algún dinosaurio desalmado convirtió en tradición: “el abogado debe ganar los casos como propios y perderlos como ajenos”.
A los penalistas nos forman para que tengamos claro que esa madre que nos llora porque asesinaron a su hija, que ese padre que nos implora ayuda porque su hijo está preso, son personas que nos lloran sus penas personalísimas, en las cuales no debemos involucrarnos sentimental o psicológicamente.
Total, tras la consulta o reunión con un ser desgajado, éste sale de la oficina del abogado y se lleva a cuestas sus angustias. La puerta se cierra y el abogado sigue ahí, con su propia vida, sin esa hija muerta o ese hijo preso.
Total, los dramas de los clientes son de ellos, no nuestros. El abogado cobra por administrar legalmente la tragedia, mientras quien vive la tragedia se deshace por capas en su propia intimidad.
Sí. Así nos formaron. Hasta que conocí al cliente que cambió mi vida para siempre. Edu.
Era el año 2017 y el célebre caso “Pases Policiales” estallaba en la prensa, debidamente magnificado por políticos desesperados por lavarse la cara. Cayeron desde la tropa hasta varios generales. Fiscalía les acusaba de cobrar sobornos a cambio de reubicar a policías en donde ellos quisieran.
Ya eran algunos meses desde que inició el caso, todos estaban presos y un día sonó mi teléfono. La voz quebrada de mujer me pidió una reunión. Era la esposa de Edu.
Me contó su caso, me juró que su esposo era inocente, un chivo expiatorio de Fiscalía. Le expliqué que yo debo creerle al expediente y a las evidencias. Le pedí unas semanas para estudiar el caso y tomar una decisión.
Lo que leí me despabiló abruptamente. No solo que no existían pruebas en su contra, sino que casi todos los policías responsables, hicieron cooperación eficaz, dieron sus testimonios anticipados y finalmente se acogieron al procedimiento abreviado, confesando sus delitos.
Pero en sus confesiones, todos, absolutamente todos, mientras lanzaban lodo a diestra y siniestra explicando a quién pagaban, dónde pagaban, cuánto pagaban, fueron claros, expresamente claros: el único que no estaba involucrado era Edu, pues hicieron énfasis: había que actuar a sus espaldas, sin que él se enterase, porque él no lo habría permitido.
Ese día decidí tomar su caso. Lo primero que hice fue ir a hablar en Fiscalía para entender qué se me escapaba. Necesitaba entender por qué, pese a la contundencia de la evidencia a favor de la inocencia de Edu, Fiscalía persistía en acusarlo.
La respuesta que recibí fue devastadora: “sabemos que es inocente, pero al ser edecán, es una pieza clave que no hemos logrado sustituir. Sin él, como eslabón, se nos rompe la cadena, por lo tanto, debemos sacrificarlo por un bien mayor”.
Esa tarde supe lo que era sentir rabia por el torrente sanguíneo. Tomé el caso. Fui a visitarlo a la cárcel y encontré al ser humano más noble que he conocido, de esos que sólo con verles a los ojos sabes que son inocentes.
Una noche, días antes de que empiece el juicio, su hija de 18 años me invitó a cenar. Cuando llegué encontré sentados en la mesa a sus otros hijos, de 11 y 10 años. Con sus vocecitas aún infantiles y unos ojitos inundados de lágrimas, me pidieron una sola cosa: que les prometiera que su papá regresaría a la casa. Que les jurara que él les volvería a leer cuentos antes de irse a dormir.
Ahí cometí el peor error profesional de mi vida. Antes de que el nudo en la garganta desembocara en una fuga de lágrimas, les prometí que personalmente dejaría a su padre en la puerta de su casa. Les juré que volverían a ser una familia feliz.
A partir de ese momento no volví a dormir.
Inició el juicio. Me gustaría decir que fue un paseo, pero sería injusto. Fue una paliza aplastante la que dimos a Fiscalía. El 100% de la evidencia demostraba que Edu era inocente y la Fiscalía de aquella época, la del 2017, quedaba humillada y arrastrada ante la verdad.
Pero no contábamos con un detalle: que la presión mediática y política puede muchas veces más que la verdad y la justicia.
Sin pruebas, sin motivación, en un despliegue de locura, lo condenaron a nueve años de prisión porque “si bien no conoció lo que sucedía, debía conocerlo”.
Esa noche supe lo que era la fiebre emocional. 39 grados de temperatura. Apelé.
Tras una audiencia de apelación en la que los rostros de sus hijos invadían mis argumentos, tres jueces probos, apolíticos, confirmaron la condena para casi todos, porque hicieron una clara excepción: absolvieron a Edu no por falta de pruebas, sino por suficiencia de pruebas de su inocencia.
Y en ese instante, frente a todos los presentes, ante el desconcierto de los jueces y el fiscal, empecé a llorar. Lloraba mientras reía. Lloraba con las ganas aguantadas de tantos años negándome a mí mismo que soy humano. Lloré arrancándome la piel del abogado, hasta quizá llorando llantos olvidados de tragedias ignoradas por mi soberbia de creer que el dolor de todos mis clientes me había sido ajeno.
Volví a llorar cuando en la puerta de la cárcel, Edu abrazó a sus hijos. Trate de contener las lágrimas, a solas en el baño, cuando fuimos todos juntos hasta su hogar y devolvía un padre inocente a unos hijos inocentes de la política y su carroña.
Ese día supe que, si el dolor de un cliente me es indiferente, entonces, no podía seguir siendo abogado.
Ese día descubrí que, si el dolor ajeno no nos duele, no nos merecemos nuestro título.
Y a partir de ese día he tratado de enseñar a todos quienes trabajan conmigo a sentir, a no negarnos a sufrir.
Pero decidí escribir esta columna por lo que me pasó ayer.
Cuando ganamos el caso de Edu también hubo un baldazo de agua fría. La Policía Nacional, pese a la existencia de una sentencia de inocencia, se negó a restituirlo.
A partir de ese día Edu dedicó su vida a luchar por su honor. Yo nunca he conocido un policía que esté tan orgulloso de serlo. Jamás vi a un policía que esté dispuesto a dar la vida por la honorabilidad de su institución.
Pero pasaron los años y el Edu se empezó a apagar.
Hasta ayer.
Ayer me informaron que estaba en la recepción, sin cita, pero que quería darme una sorpresa. Pedí que le hagan subir.
Y cuando lo vi, esas lágrimas empezaron a ascender por mis lagrimales otra vez. El Edu estaba ahí, en mi sala de reuniones portando orgullosamente su uniforme y diciéndome que lo logró, que lo restituyeron después de casi 8 años y que por fin puede gritarle al mundo que es un policía de honor.
Y me quebró más cuando me dijo “quería que me veas y que una vez más quedes convencido de que defendiste a un hombre inocente. Gracias por ser parte de mi vida”.
Entonces, ayer me di cuenta que he pasado casi 8 años pensando que su caso se había terminado. Y no. Recién ayer gané el caso. Recién ayer sentí que el fantasma de la injusticia abandonaba este barco.
Nos tomamos una foto, abrazados, y será la foto que más atesoraré de mi carrera. Es la imagen de la justicia.
¿Por qué les cuento eso? Porque quienes conocen a Edu sabrán de quién les hablo. Él merece ser reivindicado. No sólo es un hombre honesto y honorable, sino un policía del que todos debemos estar orgullosos, con una familia invencible, que nunca lo abandonó.
Pero también escribo esta columna para las generaciones de abogados que vendrán. Les pido que ejerzan la profesión con una sola misión: hacer que salvar y devolver vidas sea su máxima fuente de remuneración.
Y futuros abogados, si pasan los años y el dolor de sus clientes nunca les llega a quebrar, por favor retírense, porque aquí sobran y están de más.