El drama de los familiares de los presos en Cotopaxi tras la masacre
Familiares de los internos de la cárcel de Cotopaxi aguardan en los exteriores a la espera de información sobre la situación actual de los detenidos. Algunos han viajado de otras ciudades, luego de la matanza que dejó 16 fallecidos.
Los familiares esperan, algunos colgados de las vallas, información de los internos.
Emerson Rubio / PRIMICIAS
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El último mensaje que Teresa Tamayo recibió de su hermano fue el lunes 3 de octubre, a las 13:00. Desde el techo del pabellón de mínima seguridad, en el Centro de Privación de Libertad (CPL) Cotopaxi, el interno les envío un vídeo: "¡Están dando plomo! Cuiden a mi hijo".
Con un suéter negro, bajo un sol insoportable, Teresa da vueltas afuera de la cárcel. Son las 10:00 del 5 de octubre. Han pasado 46 horas desde que empezó la masacre -que dejó 16 muertos y 43 heridos-, pero ella no sabe nada de su hermano. Si vive. Si está herido. O si lo han asesinado.
Como ella, otros familiares de los presos han hecho de las vallas metálicas que rodean el ingreso al CPL un muro de lamentos e incertidumbre.
Muchos aguardan a que las boletas de excarcelación se cumplan. Otros, en cambio, anhelan saber la condición actual de los privados de libertad, sobre todo, tras el traslado de 135 internos, la noche del 4 de octubre, a los centros de Manabí, Guayas y Esmeraldas.
Nada les devuelve la paz. Temen que el motín, de repente, se reactive.
"Son seres humanos"
Teresa llora. Se seca las mejillas cubiertas de lágrimas y polvo. Llora otra vez. Y dice: "No he podido ni dormir".
Viajó en la madrugada desde el Puyo, provincia de Pastaza, hasta la cárcel. La acompañan sus padres. Con desesperación, cuenta que su hermano lleva detenido 13 años. No dice por qué.
Pero sí cuenta que antes él cumplía la pena en una prisión de Ambato, en Tungurahua, y que luego lo trasladaron a Cotopaxi, donde -en esta última matanza- asesinaron a Leandro Norero, un presunto narco conocido como El Patrón.
Teresa reclama que no haya información para los familiares de los presos. Reclama también la indolencia: "Son seres humanos. En esta vida todos cometemos errores". "Pero entre policías sí se tapan", suelta enfurecida.
A unos pasos de ella, Alexandra Pérez, cubierta con un gorro negro, mira fijamente el paso de policías y militares hacia el CPL.
Llegó a las 15:35 del 4 de octubre. Y no se ha movido de allí. Por eso, sabe que a algunos reos los trasladaron horas antes. Pasó la noche en la vereda, donde hay troncos que aún emanan humo blanco.
Ansía más que nunca la salida de su familiar. Dice que habló con el director -no sabe de qué- y que él le aseguró que en el transcurso del día saldrán aquellos internos que ya tienen boleta de excarcelación.
Hasta las 12:00 continuaba esperando.
No hay paso al CPL
Olimpia Cordones se enteró de la masacre por las noticias. Luego, le dijeron que los detenidos “tienen machetes”. Ella no ha dejado de llorar, porque su hijo, quien cumple una sentencia de 8 años, no se ha comunicado ni siquiera para decirle: "Hola".
Muchos saben que los privados de libertad no pueden tener celular, pero los familiares de los presos cuentan que los amigos son los que les prestan.
La mañana del 5 de octubre, Olimpia, con un sobre manila en las manos, suplica que la dejen entrar. Quiere que su familiar firme una hoja en blanco -la muestra- para un trámite que le pidió el abogado.
Es imposible. Nadie pasa.
“Yo me siento intranquila. No sabemos nada de ellos”.
Olimpia Cordones.
Un respiro, al menos
A las 11:00, un funcionario del Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas de la Libertad (SNAI) anuncia que va a leer los nombres de los muertos. La gente se aglomera. Y él les pide que primero se aparten de la puerta para no bloquear el paso de los autos.
Entonces, los familiares de los presos se cuelgan de las vallas -o mejor dicho, el muro de lamentos- y escuchan atentos los nombres. Son 16.
Se termina la lista. Todos respiran. Nadie debe viajar a Ambato, donde les realizaron la autopsia a los internos asesinados.
Y, sin embargo, muchos sí se quedan con el sinsabor de no saber si sus familiares están heridos, porque esa lista no les lee nadie. Pero sí la de los 135 que fueron trasladados. Uno por uno.
Pegada a la malla metálica, una mujer -quien prefiere no revelar su identidad- llora. "Estoy segura de que él no se quería ir", lamenta. A su familiar, al que le faltan 4 años para cumplir la pena, lo llevaron a una de las cárceles de Guayas. "Estoy muy asustada", concluye.
Cuando son las 12:00, bajo los 20 grados centígrados, unas personas buscan sombra en los restaurantes cercanos. Otras, sin importar la insolación, guardan la esperanza de que en algún momento alguien las escuchará.
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