Escuelas improvisadas se reproducen en Monte Sinaí, la zona más pobre de Guayaquil
La sala que se convirtió en una improvisada escuela en Monte Sinaí, el pasado 22 de julio de 2020.
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Tres veces por semana la profesora Jazmín Garzón emprende un viaje que le toma dos horas y transcurre en cinco buses. Sale de su casa en la ciudadela La Chala, sur de Guayaquil, a las 13:00.
Debe estar a las 15:00 al otro lado de la ciudad, en Monte Sinaí, en la cooperativa Voluntad de Dios, al noroeste.
Este es el límite de Guayaquil: de un lado están los cerros atravesados por caminos sinuosos. Sobre ellos las casas de caña y de construcción mixta se agolpan, en medio de un escenario de arcilla amarilla y de pobreza extrema: carencia de servicios básicos, vías y donde el Internet es un imposible.
Del otro lado está la naturaleza intacta, un bosque seco que aún no ha sido devorado por las invasiones. En esta zona no hay asfalto, ni postes de alumbrado eléctrico, ni agua potable, ni aceras, ni bordillos. Es el otro Guayaquil.
Para conseguir un poco de Internet, y solamente para recibir mensajes de Whatsapp, los vecinos se colocan en esquinas donde saben que “cae” la señal.
Cuando estalló la emergencia sanitaria a mediados de marzo se suspendieron las clases. El 1 de julio se inició el año lectivo 2020-2021 en el régimen Costa, pero a distancia.
El Ministerio de Educación asegura que las clases no solo son virtuales, sino también con cartillas y por medios tradicionales como televisión y radio
La última noticia es que a mediados de agosto empezarán las clases presenciales, pero en las zonas rurales.
Aula matutina y vespertina
Pese al paisaje Monte Sinaí es una zona urbana de Guayaquil. Pero aquí ni la teleeducación, ni ningún otro método de enseñanza ha funcionado. Por eso la dirigente barrial Anabel Márquez decidió hacer algo, pues le desesperaba ver a sus seis hijos sin hacer nada.
Sacrificó la sala y comedor de su casa para habilitar una improvisada escuela. La comunidad reaccionó y le prestó sillas y bancas. Por eso los enseres son de todo tipo: sillas plásticas, un viejo pupitre convertido en mesa para cuatro. A Márquez todo le servía.
Las clases empezaron en mayo con 40 niños; 20 se educan en la mañana y otros 20, en la tarde.
“Las mismas madres nos ayudamos. Intentamos darle lo básico, las tablas, los números, las sílabas a que aprendan a leer. No queremos que este se un año perdido”, afirma.
Aquí más que al virus le temen a la ignorancia y al olvido. Por eso buscan, en medio de las necesidades, emular una vida normal.
En el salón se reparten cuatro mesas que dividen a los niños por edad. En la mesa rectangular del antiguo comedor de Márquez está el grupo más numeroso: los niños a partir de 10 años. Están ubicados al fondo de la habitación, junto a la pared trasera.
Los más pequeños rasgan papel y colorean en la mesa que está más cerca de la entrada y, por la tanto, con mejor iluminación. En medio están los niños entre 5 y 10 años; es el grupo más pequeño, apenas cuatro estudiantes. A ellos les tocó compartir el viejo pupitre.
Entre esas mesas quedan estrechas rutas donde se mueven las cuatro profesoras. La principal preocupación de ellas es que los niños nunca se queden sin hacer nada. Eso no se logra en la mesa de en medio porque allí un estudiante ya se durmió.
Priorizando contenidos
A ese escenario, hace dos semanas, se sumó Jazmín Garzón, licenciada en Educación y miembro del magisterio hace 16 años.
Es ella quien trata de otorgarle contenido a la escuela. “Yo daba clases presenciales en el campamento que está más abajo. La rectora me dijo que la comunidad me necesitaba y yo vine”, cuenta.
Las escuelitas improvisadas se reproducen en Monte Sinaí como una alternativa y la desesperación de los padres. Garzón estima que hay 10 aulas de este tipo en la zona y los profesores fiscales tratan de ayudar como pueden.
Es un trabajo durísimo, porque si los más pequeños hacen una dinámica con canciones, los más grandes pierden la concentración. “Hay que ir por lo esencial, esa es la meta, que los contenidos que se imparten sean lenguaje y matemáticas”, explica la profesora.
Protocolo de bioseguridad
Mientras que Anabel Márquez es una especie de inspectora. Cada persona que entra, niño o adulto, recibe alcohol en sus manos y pies. Lleva consigo un dispensador y desinfecta constantemente las manos de todos.
“Nadie se ha enfermado, ya se nos está acabando el alcohol y esa es una preocupación”, lamenta. A los niños les pide ir con mascarillas, pero muy pocos se las dejan puesta, la mayoría la tiene a la altura del cuello. “Pedimos a las madres que los envíen bañados”.
La carencia de recursos está siempre presente. “Tratamos de darle una colación a los niños de lo que nos donan. Un guineo, avena, galletas, fideo con arroz”, cuenta Márquez.
La misma comunidad dona lo que puede, al igual que la ONG Hogar de Cristo, muy activa en la zona. Las madres se turnan para ayudar porque nadie paga nada.
Pero la pobreza no vence al orgullo: Márquez y Garzón muestran los trabajos de los niños colocados en una pared de bloques de cemento sin enlucir. Y si la emergencia se alarga el plan es trasladar la escuela al exterior de la casa, pero para ello requiere recursos que no posee.
Oficialmente las clases presenciales no han iniciado, pero en Monte Sinaí hace rato empezaron.
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