¿Por qué es hora de debatir la legalización de la cocaína?
Un acuerdo global en el tema podría alterar los escenarios de violencia y desigualdad que produce este mercado que tiene un nexo potente entre América Latina y Europa.
La policía española decomisó 11 toneladas de cocaína en Valencia y Vigo, el pasado 12 de diciembre. La droga pertenecía a la mafia albanesa y había llegado a Europa vía Colombia y Ecuador.
AFP
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Por Francisco Sánchez y Andrés Rivarola Puntigliano
En 2006 se estrenó Diamantes de sangre, una película que denunciaba la financiación de las guerras africanas con la extracción y tráfico de gemas. Además de mostrar la violencia y las tramas ilegales de esa industria, la película mete el dedo en la llaga al dejar patente que detrás del glamur y los destellos de los diamantes hay una división internacional del trabajo. Una en la que las muertes y la destrucción de Estados y sociedades están en el Sur, mientras la embriagadora luz de los quilates perfectamente tallados brilla en el Norte.
Con la cocaína, en cambio, las industrias culturales están siendo benévolas aún. Han construido una narrativa visual y musical más bien épica. En ella, los narcos son una especie de antihéroes que gracias al tráfico del polvo alcanzan riqueza, lujo y bellas parejas, a pesar de provenir de sociedades violentas, patriarcales y desiguales. También muestran la cara lúdica de la cocaína, ya sea en divertidas y distendidas fiestas de mujeres y hombres hermosos, a quienes nunca parece faltarles dinero.
Incluso cuando surge la parte violenta del negocio, trasmiten una imagen benévola de los consumidores —a los que como máximo se presenta como unos pobres enfermos— frente a unos dealers racializados, pobres y violentos, para los que solo cabe la respuesta policial y su consecuencia lógica: la muerte o la cárcel. Después del éxito de las distintas versiones de Narcos, sugerimos a Netflix que produzca una secuela rodada en la City de Londres, donde se muestre cómo el sistema financiero internacional legaliza el dinero de los narcotraficantes en sus exclusivas oficinas.
Culpar a unos y eximir a otros
Esto no pasaría de anécdota si no reflejase la visión de muchos agentes políticos, y de un buen sector de la opinión pública, que culpa y responsabiliza del consumo de cocaína y su comercio a los vendedores, mientras exime a los compradores. Asume, además, que el problema está en que los países productores y distribuidores de América Latina son Estados fallidos y corruptos que no pueden controlar a los narcos. Es una posición que ni siquiera se plantea que la clave está en que se trata de un negocio multimillonario de altísima rentabilidad gracias a la ilegalidad del producto y a la fidelidad de la clientela. Y, si bien América Latina es su epicentro por el determinismo que implica ser la zona productora, el poder alcanzado por las bandas criminales en ricos Estados de bienestar como Bélgica, Suecia u Holanda es la evidencia de la gran capacidad del narcotráfico para corroer las instituciones y la estructura social.
En este sentido, hay que tomar en cuenta que, aunque la degradación es más evidente en países pequeños y débiles, los grupos que trafican se han profesionalizado y los Estados son cada vez más incapaces de controlar la violencia asociada a la ilegalidad del negocio. A modo de ejemplo, en países tan dispares como Ecuador y Suecia aumentó el número de muertes violentas y los gobiernos ensayaron el mismo tipo de respuesta represiva, recurriendo al ejército para reprimir a los vendedores que, por lo general, son personas racializadas de zonas pobres.
"En países tan dispares como Ecuador y Suecia aumentó el número de muertes violentas y los gobiernos ensayaron el mismo tipo de respuesta represiva"
Pero la cocaína es un asunto global que hay que abordar desde postulados que superen la ineficiente —a la luz de los resultados— “guerra contra las drogas” promovida por EE UU, cuyo enfoque es, básicamente, policial y moralista. De ello depende el futuro de una región, América Latina, que concentra los mayores problemas de violencia y ataque a las instituciones, pero que, como se ha visto, sirve como detonante o agravante de los otros problemas que le afectan.
La cocaína incautada en Europa se ha triplicado desde 2016. De ahí que la UE, como actor que agrupa a países de alto consumo, tiene una responsabilidad ética y política en el diseño de nuevas medidas de alcance global sobre drogas, pues no caben las soluciones locales debido a la economía política de su consumo. Más allá de lo que se está haciendo con los programas de cooperación policial, conviene prestar atención a posiciones como la de los presidentes de Colombia y México. Ambos propusieron mirar el problema desde la oferta y la demanda, reflexionando sobre la posibilidad de la legalización controlada como una forma de reducir los millonarios ingresos que obtienen los narcotraficantes y sus socios gracias a la ilegalidad del negocio.
Resulta paradójico que la misma marihuana a la que Nixon declaró la guerra hace 50 años sea ahora un atractivo turístico de Nueva York. También que el cannabis se haya convertido en uno de los productos estrella para los fondos de inversión. Pasear por Washington DC y oler a porro evidencia el relativismo del prohibicionismo cuando hay un trasfondo ético y normativo complejo, tal y como demuestra el análisis de las posiciones encontradas sobre la legalización de las drogas.
Argumentos para la legalización de la cocaína
El principal argumento para legalizar la cocaína es que así se reducirían las ganancias de los narcotraficantes mermando su capacidad para generar violencia y corromper las instituciones. Al tiempo, se liberarían fondos y recursos usados en su combate que podrían invertirse en programas de salud o de prevención prácticamente inexistentes en la actualidad. Las propuestas de legalización se acompañarían de medidas de control, como las del tabaco o el alcohol, productos cuya comercialización es controlada y a veces un monopolio estatal. Sin embargo, siempre está latente la pregunta de si los Estados serían capaces de ejercer dicho control. La razón principal para mantener la prohibición es de salud pública y está —con toda razón— enfocada en el riego de liberalizar el consumo de sustancias adictivas.
"El principal argumento para legalizar la cocaína es que así se reducirían las ganancias de los narcotraficantes mermando su capacidad para generar violencia y corromper las instituciones".
Planteado el dilema, cabe preguntarse si la prohibición ha funcionado como mecanismo de prevención en vista del aumento del consumo y la producción mundial de drogas a pesar de los ingentes recursos dedicados a su combate: solo en Colombia, EE.UU. gastó un promedio de 500 millones de dólares anuales entre 1996 y 2006.
Ante la complejidad de la cuestión de la legalidad de la cocaína, es necesario profundizar en los acuerdos y colaboración interregional y global. Es necesario que se construyan plataformas donde se arbitren actuaciones conjuntas de prevención e intervención en el mercado. Si los países actúan por separado, estarán en clara desventaja ante un crimen organizado como fenómeno global.
Si en este momento hay un campo en el que América Latina necesita cooperación, es en el de la reducción de los impactos políticos, sociales y económicos del narcotráfico; más aún, cuando hay una relación directa entre las rayas de los fines de semana de los jóvenes europeos y los muertos y la corrupción al otro lado del Atlántico. Replantearse el estatus legal de la cocaína ya no debería ser un tabú. Es deseable que las personas de los países productores puedan vivir tranquilos sin la inestabilidad política, violencia y muerte que provoca el actual modelo de negocio.
Francisco Sánchez es director del Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca y Andrés Rivarola Puntigliano es catedrático del Instituto Nórdico de Estudios Latinoamericanos (NILAS) de la Universidad de Estocolmo.
Artículo publicado el 25 de diciembre de 2023 en El País, de PRISA MEDIA. Lea el contenido completo aquí. PRIMICIAS reproduce este contenido con autorización de PRISA MEDIA.
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